Los autores cobramos el diez por ciento de cada libro. No es mucho, la verdad, sobre todo si no escribes superventas, pero da para alguna alegría y es el fruto de tu esfuerzo, de horas sentada o dando vueltas a la cabeza, horas que no pasas ni con tu familia ni con tus amigos. De acuerdo que nadie escribe desde cero, que empleamos palabras que tienen muchos siglos, pero si nos ceñimos a esa premisa, nadie podría cobrar por impartir un curso o colocar unos ladrillos, ya que se aplican técnicas heredadas y aprendidas hace milenios. De acuerdo también con que los libros son caros, como los discos o las películas. Pero también es caro fumar, tomarse unas cañas y pedirse unas raciones, y al revés que todo esto, los libros no se van como el humo y son de digestión más provechosa que unos callos. Se nos olvida que detrás de la cultura no solo están las grandes editoriales, las discográficas o la SGAE, sino los creadores, que tienen derecho a querer vivir de lo que hacen, exactamente igual que otros trabajadores. A nadie se le ocurriría ir a la compra sin dinero o llevar el coche al taller para que lo vean gratis. El diez por ciento no es mucho y en todo caso, deberían ser los autores los que decidieran por altruismo o cualquier otro motivo cuándo quieren regalar el resultado de su dedicación. Deberíamos recordar que piratear no es hundir los galeones de las empresas, sino despojar de sus andrajos al último grumete, que paradójicamente, debería ser el capitán. Y eso no tiene nada que ver con lo virtual ni con lo digital, ni con la izquierda o la derecha, sino con la honestidad, esa virtud tan olvidada como necesaria.