Su respuesta a la aparentemente sencilla pregunta: «¿Qué necesitáis?» no les puede salir de más adentro. «Descansar; lo que necesitamos es descansar». Y lo dicen con una sonrisa generosa y con los brazos destrozados tras haber hecho más de 20 camas en una mañana. Mañana tras mañana, muchas de ellas desde hace lustros. Son las cinco y media de una tarde de otoño y están en el casal de barrio La Llacuna, en Barcelona, donde todos los miércoles participan en el espacio de encuentro para mujeres trabajadoras del ámbito de la limpieza, espacio en el que hacen eso: descansar. Descansar y cuidarse. Y hablar. Y reír. Y olvidarse por unas horas del penetrante olor a ambientador y suavizante.

Quienes les hicieron la pregunta por primera vez fueron las técnicas municipales que gestionan la iniciativa. Lo hicieron para programar las sesiones a partir de sus necesidades. Escuchándolas, algo a lo que no estaban acostumbradas. «Llevamos seis u ocho semanas, te lo pasas tan bien que no las cuentas. Hemos hecho de todo. Relajación, reflexoterapia, defensa personal, risoterapia, ¡hasta manicura!», cuenta Vania Arana, una de las participantes, que lleva 20 años como camarera de piso.

«Este espacio nos sirve para salir de la rutina casa, trabajo, trabajo, casa, cocina, niños. Nos reconocemos las unas en las otras. Lo que me duele a mí, le duele a ella», prosigue la mujer, nacida en Perú, quien es también portavoz de la combativa asociación Kellys en su sección barcelonesa.

Ahora son unas nueve, pero «esto tendría que estar abarrotado, porque somos cientos, en Barcelona; la necesidad es grande y el curso es gratuito, no hay que apuntarse, basta con venir», insiste Vania, quien tiene claro el por qué de la poca asistencia. «Los jefes no quieren que nos formemos porque una mujer formada va a exigir sus derechos», señala. «No estamos en un suelo pegajoso; estamos por debajo de ese suelo. Por eso, además de descansar, lo segundo que les dijimos es que necesitamos asesoramiento legal», continúa Vania, para quien la clave está en deshacerse del miedo, como hizo ella o su compañera Roxana Hernández, también peruana y también afiliada a las Kellys.

No siempre fue así. Al principio de «aliarse con las Kellys», como ella lo cuenta, Roxana acudía a los actos y a las manifestaciones con gafas negras y peluca para que no la reconocieran. Tenía miedo a que si la veían sus jefes la despidieran. «Y no son solo las manifestaciones, muchas chicas no se atreven ni siquiera a venir a estos cursos, que son del ayuntamiento. El miedo es muy grande. Piensan que si las echan no tendrán nada que dar de comer a sus hijos y eso las inmoviliza», apunta Roxana. Explica situaciones duras tanto en el entorno laboral como fuera, en el médico de cabecera. Como a muchas de sus compañeras, en la mutua del trabajo no les reconocen las lesiones en los brazos como accidentes laborales, y cómo muchas veces se sienten también maltratadas en el CAP. «Le expliqué al traumatólogo que estoy así por la sobrecarga de trabajo. Le conté que cargo carros de 240 kilos, y él se reía. ‘Jajaja, un carro con 240 kilos’, decía. Y yo: ‘Sí, doctor, con ropa’».

Míriam Suárez es otra de las participantes del espacio. Llega tarde porque también viene del médico: «es por los brazos, me duelen un montón», se excusa. «Pedí cita en el médico y me dieron a las tres semanas; me ha derivado a la clínica del dolor; a ver si no me mandan lo de siempre», explica. Lo de siempre es diazepam, lo que la obliga a tomar también un protector de estómago. «Todas estamos igual, hartas de tomar pastillas porque no nos podemos tomar el lujo de coger la baja».