TTterminé hace unos días la jornada laboral charlando con un compañero de desamor y desencanto. Admiraba a Ronaldinho , le parecía casi mágico su virtuosismo y se preguntaba cómo podía estar dándole la espalda a lo que ha sido la pasión de su vida. Desconozco los entresijos del mundo del fútbol y si detrás de la actitud del jugador está, como me han comentado, la negativa del club a pagarle no sé qué porcentaje, es posible, pero también es posible que se trate simplemente de desencanto; que se le haya muerto la pasión. Y seguimos charlando, divagando sobre el desamor que muchas veces nos alcanza. A unos, quizás como a Ronaldinho, cuando han visto sus sueños cumplidos, pero a otros los atrapa en plena lucha, cuando, poco a poco, se les acaba la esperanza, no en sus capacidades para alcanzar lo soñado, sino en poder subsistir hasta conseguirlo. Una joven, licenciada, me contaba que se levantó el día de su cumpleaños con la bilis inundándole el ánimo. Cumplía treinta y uno y no había conseguido ser mileurista. Acababa el mes en números rojos y la pelota crecía. Debía varias mensualidades de comunidad y ese día, el de su cumpleaños, no podía ni echarse unas cañas con los amigos. Luego, en ese fin de jornada de divagaciones sobre el desencanto, pensé que a esta mujer le estaban matando la pasión por una profesión que no le permite vivir con el mínimo desahogo al que tiene derecho por su trabajo. Coincidió todo esto con un reportaje que realicé en una barriada de las llamadas marginales. Sentadas sobre un murete bajo, tres chicas jóvenes dejaban pasar las horas. Habían abandonado los estudios a edad temprana porque no les gustaba la escuela. No tenían trabajo y allí estaban, a la espera de poder comenzar sus vidas. Sentí, tras sus sonrisas, escondido, al acecho, el desencanto.