TAtntes el verano era un desierto periodístico, un erial de noticias en el que a duras penas te enterabas de la vida de Georgie Dann o de cómo celebraban las fiestas en cualquier pedanía española. Ahora las mañanas sirven el café con sabor a perplejidad y, antes que los ojos, lo primero que abrimos es la capacidad de asombro. Un día cualquiera, por ejemplo, desayunas con una noticia digna de los hermanos Marx, con un pirómano confeso dirigiendo la concejalía de Medio Ambiente, aunque no explican si como terapia o incentivo. Ese mismo día, las tostadas saben a ceniza cuando lees que el Gobierno balear ha gastado más de cien millones en una línea de tren que no va a funcionar nunca, y un poco más tarde, no sabes si reír o llorar mientras la mano se congela dando vueltas al zumo: Irán condena al Gobierno británico por su violenta represión de los disturbios de Londres, y además se ofrece para investigar la violación de los derechos humanos en Siria. Y al mismo tiempo que sonríes, recordando la paja en el ojo ajeno y el lobo vigilando corderos, te asombra la huelga de los dioses del fútbol, posando como trabajadores reivindicativos, y te asombra más la reacción del país, asustado como si la huelga fuera de servicios médicos. Qué es la salud comparada con el partido del domingo. Y cuando te has empapado ya de realidad, y te sigue bailando la sonrisa bobalicona, llega Somalia, un cuadradito apenas, una noticia perdida, porque la desesperación vende menos que la canción del verano. De pronto, el día sabe a hambre, a especulación y a vergüenza, mientras las manos siguen cruzadas, sobre el café, definitivamente frío.