Tengo delante un jardín que avanza hacia el acantilado. Suenan detrás el mar y el viento, en calma. Parece -¿o es?- un sueño de los buenos. De los que suceden cuando imaginas una realidad distinta. Puede ocurrir mientras duermes. Otras veces, cuando por fin consigues unos días tranquilos en vacaciones. O si encuentras, al fin, algo muy buscado y que, inesperadamente tocas cuando casi habías perdido las esperanzas. Todo se revuelve entonces en sensaciones confusas anunciadas por un fondo de felicidad inaudita, de alegría imprevista. Está bien. Gozas rozando la gloria. Da igual que sea en sueños o que el jardín y el mar existan por un momento. Lo malo es luego. O sea, despertar si estabas dormido o llegar al estúpido trabajo ineludible de tu vida a la vuelta de esos días en que sonaban las olas en los acantilados, o conseguir lo largamente deseado. Lo crean o no, yo estaba ahí, frente a un azul glorioso mientras nuestro nuevo presidente debatía y se investía. Sabía que pronto el ruido del mar terminaría de rondar mi pensamiento y que, enseguida, volvería a embutirme en una tediosa jerga laboral. Y, como mal de muchos consuelo de tontos, pensaba en él, a quien iba también a sobrevenirle la realidad de sopetón. Su investidura aparecía durante mucho tiempo inalcanzable y luego escurridiza como los personajes de los sueños: cuando casi los acaricias, se esfuman. Ahora, contra muchos pronósticos, llegó. La gloria, como el mar azul al fondo del jardín, se deja abrazar. Pero detrás de ella asoma, después de los aplausos, la difícil tarea: la de la realidad. Suerte, señor Monago , y toda la fuerza, porque, de los sueños --y más en estas condiciones--, lo difícil es despertar.