Hay una foto de un niño --negro, por supuesto-- desmayado y caído con los ojos abiertos, la piel seca, los huesos casi al aire y la mirada llena de incomprensión. Está desnudo porque no tiene nada. También he visto una fila de cadáveres rubios tapados con mantas caras. Los muertos no se ven, pero tenían móvil en los bolsillos y algunas coronas noruegas antes de que ese loco los matara porque sí. Sin embargo, los titulares de hoy nada tenían que ver con los unos o los otros. La prensa y los medios dedican las mejores líneas y las mayores parrafadas a la deuda. Mejor dicho, a las deudas. Porque, según voy entendiendo, este mundo está repleto de ellas. De unas deudas descomunales que -dicen- nos llevan al borde del abismo. Son deudas, pero parecen monstruos de tanto como asustan. Tú tenías un concepto de deuda chapado a la antigua. Le debías un favor al colega que te arregló el coche sin cobrar, unos euros en la tienda de la esquina donde todavía fían y -desde luego- unas mil cuotas de crédito hipotecario al banco. Cosas normales que, aunque a veces te desvelaban, nunca dieron para una pesadilla en condiciones. Y ahora te enteras de que tu comunidad autónoma lo debe todo, tu ayuntamiento también, y tu país, y hasta los USA, que era donde mejor ataban a los perros con longanizas, están hasta los ojos de deudas. En su foto lo cuentan sonriendo, como si nada. Sin la muerte encima o los ojos agonizando. Parece que lo peor de las deudas es no tenerlas, como sucede con los que mueren y con los que van a morir. Entonces recuerdas otras deudas: la que debe el occidente colonial a Africa; la que debe el mismo occidente a una sociedad ahíta que cría asesinos entre la opulencia.