Si tuviera tiempo, energías y paciencia me sentaría a escribir un largo ensayo sobre las devociones. Es como si una ley no escrita incitara a los miembros de la raza humana a entregarse a entusiasmos viscerales comunitarios. La Semana Santa nos ha obsequiado una vez más con ejemplos de devociones religiosas, que es la primera que se nos viene a la mente pero no la única. La política, o por decirlo con mayor exactitud los políticos, han sabido generar y administrar devotos a su causa (la del partido) con tal eficacia que son muchos los ciudadanos que, llevados de un fervor irracional, preferirían un mal gobierno de los suyos a un buen gobierno de los otros. Ahí está el núcleo del asunto: la virulenta y caprichosa separación entre nosotros y ellos, los nuestros y los otros. Cuanto mayor es la necesidad del miembro de la tribu de pertenecer a una comunidad, mayor es la vehemencia con que este apuntala su adhesión a ella. Y, claro, para construir un grupo no hay nada como tener enfrente a otro grupo al que abatir.

Hace un par de domingos, un aficionado lesionó con una botella llena de agua al portero del Athletic de Bilbao, Armando Ribeiro , cuyo único pecado fue defender la guarida de una tribu diferente a la del agresor. Este alegó en frío no haberse dado cuenta de lo que hacía, que es la forma de estar en el mundo del devoto. A estas alturas este suceso podrá causar irritación a cualquier persona de bien, pero no sorpresa.

Bien mirado, creo que tendría problemas para escribir ese ensayo sobre las devociones. Es difícil analizar actitudes que no se comparten y, lo que es peor, que no se comprenden.