Dios es uno de mis fantasmas favoritos. Cuando ambos vivíamos en la Calle Sur, y ahora también. Fantasma por partida doble. Primero, porque no he llegado a contemplarle en carne viva. Y segundo, porque a veces, como todos mis fantasmas, no me responde. Y, pese a todo, nadie se me aparece tanto en las mientes como Él. Desde aquellos lejanos años de juventud hasta hoy. Quizá por eso, entre los vivos y entre los muertos, sea mi fantasma de cabecera. De Calle Sur a hoy. Y aún antes.

De niño Dios se me apareció por vez primera en forma de pantocrátor. Rígido, hierático e inmutable. Encerrado en su mandorla, adornado por un nimbo crucífero y escoltado por el tetramorfos. Es una forma de verlo que me sigue impresionando. Omnipotente, mayestático, esculpido en piedra en los tímpanos de las portadas románicas y pintado en las bóvedas de los ábsides. Como ausente, la mano diestra levantada para impartir su bendición y en la izquierda los Evengelios. Entre todos, el pantocrátor de San Clemente de Tahull. Dios se parece al de Tahull, al menos de eso he estado convencido durante años. Ahora que me bailan los pensamientos estoy dispuesto a reconocer que Dios pudiera ser libre para parecerse a lo que tenga por más conveniente. ¡Pero como el de Tahull, ninguno! No es carne viva, pero casi. Y en la portada del libro que sostiene, se lee todo lo que hay que saber sobre él: “Ego sum lux mundi”. La eterna lucha entre la luz y las tinieblas. El oficio de vivir, de caminar hacia el olvido. Y Dios, como en una coplilla de Pepe Blanco, metido a farolero universal.

Vivir es convivir con Dios. Con su fantasma. Con la esperanza que esconde su nombre y que nos vive dentro. Dios es el misterio, y vivir es querer alcanzar a comprender ese misterio. «Mi religión es luchar con Dios». Lo dijo Unamuno que de todo esto tenía la maleta llena. De dudas, de ansias, de entuertos, de agitaciones… Dios es omnipresente, está en todos sitios, pero en algunos más. Por ejemplo, está más en el cementerio de Salamanca. Está más en el nicho que ocupa Miguel de Unamuno. Porque de tanto pensarlo, de tanto sangrarlo, Unamuno lo ha parido. A Dios. A veces pienso, cuando visito al maestro de Bilbao en su nicho, que por aquella oquedad se entra en los Cielos. Y que es el propio Don Miguel quien escrutina, tras sus gafitas, los méritos de los aspirantes a entrar (y salir).

Decía Rubén Darío que los versos de Unamuno suenan como martillazos buscando a Dios en lo infinito. Apetito de Dios. Quizá lo más unamuniano de Unamuno. El mismo ansia que me sigue acompañando cada día nuevo. Quizá por eso, por unamuniano, se me ha muerto Jesús el Nazareno y me ha resucitado de entre los muertos Nuestro Señor Don Quijote. ¿Acaso no es este Dios español, que en español habla, piensa y hasta siente, el Dios de Unamuno?

Con los años me he dulcificado. He vuelto a El Jardín de las Delicias. He vuelto al Dios de El Bosco. El de la tabla izquierda. Dios, aún representado como su hijo Jesús, pero en calma. Dios en calma. El Dios que sostiene la mano de Eva. El Dios apacible que espera que se desencadene la tormenta del mal. «Ipse dixit et facta sunt». Todo lo dicho fue hecho. De su boca y por su mano. Dios en el paraíso terrenal de quienes son capaces de vislumbrar, siquiera, su propio espíritu la calma.

Hoy resucita Jesucristo. Dios en carne mortal. Al tercer día. Los romanos, y por ende los judíos de su tiempo, contaban por hitos, no por intervalos. Y contaban el hito de partida. Por eso Jesús resucitó al tercer día. Es curioso, los romanos consiguieron sobrevivir toda una civilización sin usar el cero, y los ateos consiguen vivir toda una vida sin querer ver a Dios. Pero resucitó. O lo resucitamos. ¿Quién soy yo para descifrar el enigma? Antes de su ascensión, su primera aparición fue ante María Magdalena. Dicho está. La más nada, la más perra,… y, sin embargo, creyó.

En esa pelea sigo y en ese mismo apetito me hallo. También hoy. En cuarenta días (treinta y nueve si no eres romano), Jesús ascenderá a los Cielos. Y será Dios (que es bastante más cómodo que andar muriendo y resucitando cada año) Y estará con los muertos. O, mejor dicho, será con los muertos. Porque no tengo dudas de que los muertos van a él. Tesela a tesela, los muertos conforman el rostro de Dios. Todos mis muertos conforman el rostro de mi Dios. Todos mis fantasmas en uno solo. También Dios. Y es que, como diría Manolo Alcántara, uno que ya ha sido llamado a la presencia del Supremo Hacedor, para volver a nuestros muertos (y a Dios digo yo) el camino más corto es el atajo de morirse.