TItmagine el lector que acude ilusionado con un grupo de amigos a un restaurante del que tiene muy buenas referencias y que tras abonar la cena --espléndida, todo hay que decirlo-- es interceptado y cacheado por los porteros ante la posibilidad de que se haya metido en el bolsillo la carta de postres, un tenedor o el cenicero. Surrealista, ¿verdad? Pues eso es lo que pasó hace unos días en la actuación que la cantante y pianista Diana Krall dio en Santiago con motivo del Xacobeo. Por expreso deseo de la artista canadiense, al final de la actuación fueron retenidas algunas personas del público, que se vieron obligadas a borrar fotografías tomadas con sus teléfonos móviles durante el concierto. El malestar, claro, fue mayúsculo.

A la Krall se le olvida que si se permite el lujo de comportarse como una diva es solo gracias al público que paga las entradas de sus conciertos (y de paso el sueldo de los porteros que al final te van a tratar como a un delincuente).

Siempre hay gente para defender lo indefendible, y este caso no iba a ser la excepción. Al hilo de esta nota de prensa, he leído algunos comentarios de quienes alegan que esas eran las normas del concierto, y que los pesarosos por el trato recibido que no hubieran asistido a él. Ese es precisamente mi sistema desde hace años: no pagar la entrada de conciertos donde me niegan el capricho de captar un inocente recuerdo fotográfico.

Me encanta la música de Diana Krall, tanto que de vez en cuando suelo regalar alguno de sus discos. Pero, por lo que a mí respecta, eso se acabó. Es una pena que La Reina del Jazz confunda admiradores con vasallos.