A veces canto blues. Y me vuelvo azul. Otros días siento en mi espalda todo el peso del mundo. En ocasiones contadas aúllo junto a la luna y doy de comer a los lobos. Muchas madrugadas las paso despierto pensando en cómo sería este mundo sin tanto idiota, con menos avariciosos, solo lleno de gente honesta.

Por eso, hay noches que canto el blues de la desesperación y las notas del piano suenan largas como lágrimas moradas. Mi guitarra ya llora al fondo de lo interminable sin tocarla siquiera. Algunos días siento que quiero darle una patada al Planeta para que --de un golpe-- se vayan todos los mediocres, los que extorsionan, los que han basado su vida en una mentira comprada entre el gin-tonic y la niebla.

El blues tiene tres acordes, pero en ellos se agazapa todo el dolor de la humanidad. Machacón, monótono, repetitivo y fieramente humano. Hay días que la sonrisa de mis labios se hace un ejercicio de gimnasia. En algunos momentos me gustaría gritar la verdad de tanta injusticia basada en el dinero, la ambición y la avaricia. Y me gustaría decirle a la cara a las hetairas que no han pecado ellas, sino sus clientes poderosos; que las auténticas rameras son hombres y mujeres que han prostituido su alma por el relumbrón de un plato de diamantes. Es el blues de la desilusión. Es el son de mi silencio cómplice, responsable de este desastre de mundo, incapaz de denunciar a diario a tanto mostrenco prepotente y adorador del oro del Becerro de Oro. Refrán: Nuestro silencio es responsable de este mundo inhabitable .