TUtna vez llamé señora Carmen a la mujer de un veterinario y me regañaron mucho. Enseguida aprendí que en Extremadura, la esposa del veterinario, la maestra, la boticaria y las mujeres del médico, del rico y del director de la caja de ahorros eran doñas, mientras que el resto podían ser llamadas señoras e incluso anteponerles el la... Se establecían así unas sutiles diferencias de clase que nadie osaba transgredir y que todos aprendíamos con una intuición pasmosa: la frutera era la señora Engracia, la peluquera era la señora Ramona y doña Remedios era la alcaldesa consorte. En aquellos años como Dios manda, de buena educación y sanas costumbres, había un lugar de España donde no había esas diferencias entre el doña y el señora. Era Cataluña. Los emigrantes extremeños llegaban a Mollerusa o a Manresa y se encontraban con que la panadera, la enfermera y la mujer del ingeniero de Extensión Agraria eran señoras y aquella democracia en el tratamiento los dejaba descolocados. También sorprendía lo de pagar a escote. Nada de pelearse por invitar: cada uno lo suyo y todos tan contentos.

Ahora son otros tiempos. No sé si el sentido común o la influencia catalana han popularizado el llamado fondo común: los matrimonios salen de raciones y copas y cada pareja pone la misma cantidad. En lo del tratamiento también es distinto. Ya no se diferencia entre doña y señora. Ahora todas son tías, notas y pibas aquí, en Cataluña y en Calatayud: la nota de la farmacia, la piba del veterinario, la tía de Matemáticas...