Las cigüeñas me anidan dentro. No sé cómo ha sido. Las cigüeñas y los extremeños. Vinieron un día como por ensalmo y, en la calma del encinar, que diría Tomás Martín Tamayo, han levantado vuelos majestuosos dentro de mí. Por eso, viajando, veo cigüeñas y veo extremeños, veo Extremadura. Así me sucede, andando caminos, descalabrando ilusiones y, aún más si cabe, masticando Extremadura a diestro y siniestro por la ancha piel de toro… ¡Extremeños de la diáspora! Por ejemplo, Guillermo Cayado. Guillermo, el de Olivenza. Habrá otros guillermos allí, no lo dudo, pero el auténtico Guillermo de Olivenza, como todo el mundo sabe, es el del Dosca.

Dosca I, Dosca II, dos Cayados, uno y dos, y, ahora, Dosca III en Pozuelo de Alarcón. Coincido con ustedes en que no se ha quebrado las entendederas con el nombre, pero coincidirán ustedes conmigo, al menos si comen allí, en que no le hizo falta. Madrid, rompeolas de todas las Españas, Madrid, mar extremeño en un océano español. Atracar en el nueve de la Vía de las Dos Castillas de Pozuelo es tomar plaza de extremeñidad. ¿Cuánto vale eso? ¡Cien potosís!

¿Es posible la comida regional más allá de sus lindes naturales? Comer es también el entorno. Atrio es Atrio y Cáceres. El Nito es Nito y Fregenal de la Sierra. El Plaza es Plaza y Torrequemada. ¿Se entristece la técula en cuanto sale de Olivenza? ¿Muta a mal la sidra en cuanto pasa Pajares? ¿Se corrompe la manzanilla de Despeñaperros para arriba? Evidentemente,… ¡sí! No sé si convendría citar a Ortega, pero bien es cierto que somos, ante todo, circunstancias.

En Pozuelo viven bandadas asilvestradas de acomodados. Zonas verdes, columpios, tronos con ruedas, apartamentos de a millón… Restaurantes magníficos, apiñados y en tropel. Asomar la patita entre tanto lobo tiene su mérito. Dosca III, un restaurante de la diáspora, que en medio de todo aquello, te hace volver a Extremadura, a su verdad, a sus tortas, a su técula, a su retinto, a su bacalao,… y al aire recio, limpio y descarado de sus gentes. Algo así como encontrar al vecino del quinto en un crucero por el Egeo. Verlo y saludarlo como nunca antes, es todo uno. El aroma del terruño y la compaña. Extremadura en canal.

Dos comedores, cierto aire campero y una carta amplia y contundente. Sin remilgos, pero con gratas sorpresas. Algunos de los comensales son paisanos, o hijos de paisanos, y hablan de Alburquerque y de la madre que quedó en Valencia de Alcántara. Les oyes con devoción, y por una vez no te importa que hablen a gritos, porque hablan el idioma que entiende tu corazón. Buen servicio (a pesar de estar a reventar) y la certeza de que, como en un ensueño, es posible comer por jaleos en la capital del reino.

Abrimos con una tapa de alcachofa confitada, gentileza de la casa. De primero unos sorprendentes y muy generosos muslitos de codorniz con almejas. De plato principal, solomillo de ibérico relleno de morcilla (de Guadalupe, por supuesto) sobre torta de la Serena. Todo un acierto. De postre, el muy afamado helado de higo de la casa. No sé si eran de Almoharín, pero como si lo fueran. Todo resuelto con soltura y cocinado sin melindres. Una copita de Habla del Silencio,… bien a Dios gracias. Y, aluego, que se dice en estos casos, un Romeo y Julieta Petit Corona, regalo del dueño, en la terraza. Levemente nervudo, ligero en la fumada, delicado en los sabores, holgado de tiro, quizá demasiado efímero para mi gusto. Termino, les voy a decir algo con el corazón en crudo: mientras pasaban los niños pera camino de sus comodidades, a mí, dijera lo que dijera Ortega, se me antojaba fumar bajo una encina.