Mientras el fuego devora Australia desde septiembre y las borrascas y temporales -ya van dos serios, Gloria y Dennis- noquean buena parte de Europa nada más empezar el 2020, el avance de las llamas y la furia del agua y la nieve también devastan la salud mental de muchos testigos y, en última instancia, de los efectos de la crisis climática. Ante las imágenes de la degradación ambiental, son muchos los espectadores que experimentan angustia, rabia, miedo, indignación y agotamiento. Los expertos sitúan este fenómeno bajo el epígrafe de ecoansiedad, un término que hace referencia al abanico de efectos psicológicos que genera el deterioro natural. «Se trata de un conjunto de sentimientos confusos y entrelazados que sirven de preámbulo para el despertar de una concienciación ecológica», explica Caroline Hickman, psicoterapeuta afiliada a la Climate Psychology Alliance.

La cada vez más alarmante información sobre el deshielo, la subida del nivel del mar y el azote de los fenómenos meteorológicos extremos desencadena indirectamente un espectro de emociones que pueden ir del malestar a la angustia existencial. En uno de los primeros estudios sobre la cuestión, la Asociación Americana de Psicología (APA) recuerda que, aunque la ecoansiedad no está reconocida como una afección, sus síntomas podrían traducirse en episodios cotidianos de inquietud, brotes de pánico repentino o en la toma de decisiones drásticas para evitar conflictos morales internos.

«El cambio climático amenaza la capacidad de procesar información y de tomar decisiones sin quedar incapacitado por respuestas emocionales extremas», recalca el informe. «En un extremo podemos encontrar síntomas como el shock o el miedo, que muchas veces pueden derivar en manifestaciones psicopatológicas como desórdenes del sueño o malestar físico, y en el otro extremo, también encontramos síntomas menos severos como la melancolía y la inquietud», explica Panu Pihkala, de la Universidad de Helsinki.

Los expertos coinciden en señalar que el origen de la ecoansiedad está en la yuxtaposición entre la alarmante información sobre el deterioro de los recursos naturales y la escasa reacción política y social frente a esta. «Ante una situación inusual y amenazante se suele reaccionar psicológicamente de dos maneras: luchando o huyendo. El problema es que en el caso de la crisis climática no puedes hacer ninguna de las dos cosas, así que la reacción de mucha gente es quedarse congelada», argumenta Hickman, quien en la última década ha investigado sobre los efectos psicológicos de la emergencia medioambiental desde la Universidad de Bath (Reino Unido). «No podemos culpar a alguien por sentirse asustado», argumenta. «Estamos ante un problema nuevo sobre el que no sabemos cómo reaccionar. No hay una sola cosa correcta que hacer. Pero es tan problemático alarmarse excesivamente como entrar en negación, minimizar el problema y fingir que no existe», añade.

FASE PREVIA AL ACTIVISMO / Barbara Nicolau y Lea Kundicevic reconocen que han sufrido ecoansiedad. Ambas jóvenes explican que todo empezó cuando se encontraron con noticias sobre los efectos de la crisis climática que, de una manera u otra, las interpelaban. A partir de entonces, sus vidas entraron en una especie de bloqueo. «Me quedé totalmente paralizada. No podía concentrarme. Sentía que era incapaz de estar en contacto con la información sobre el tema porque me generaba aún más ansiedad», confiesa Nicolau.

Kundicevic, quien admite que desde pequeña se ha sentido muy vinculada a la causa ecologista, también explica que pasó por una etapa de negación. «Hubo un momento en el que me sentía tan abrumada que intentaba evitar todo lo que tuviera que ver con mirar de frente a la crisis climática. Hacía lo posible para olvidarlo», relata. Este bloqueo, además, se veía agravado por la sensación de que las personas de su entorno tampoco hacían nada para contribuir a frenar el deterioro ambiental.

Para Nicolau, la solución fue buscar ayuda psicológica. «No puedes estar psicológicamente bien si ves que la naturaleza y todo lo que está a tu alrededor está sufriendo y sientes que no puedes hablar de esto. De hecho, en terapia aprendí que mi problema era que necesitaba verbalizar esta frustración», explica la joven. «Ahora es el momento de enfadarse, hablar claro y reclamar justicia climática», reivindica. Fue ahí cuando la angustia por el clima se convirtió en el preámbulo del activismo.

El estudio de la angustia climática, bautizada en sueco como klimatangest, empieza a hacerse un hueco en la academia. Sin embargo, aún no existen datos a gran escala para entender este fenómeno. Algunos estudios, como el recientemente publicado por la Universidad de Yale, sugieren que la situación de emergencia climática despierta sentimientos como alarma, preocupación e indefensión. Otros destacan la prevalencia de la sensación de incertidumbre entre los ciudadanos. Y otros aún apuntan a que el desastre ambiental estaría generando una geografía emocional diferenciada en función del género, la localidad y el contexto sociopolítico en el que se sitúan los diferentes grupos de población estudiados. También hay quienes señalan que este tipo de ansiedad aumenta ante la publicación de grandes informes que, a su vez, aportan nuevos datos que aumentan el nivel de alerta para el planeta.

Los expertos recuerdan que, aunque la ecoansiedad puede afectar a cualquiera, hay grupos de población más expuestos que otros. Las personas que dependen directamente de los recursos naturales destacan entre los más afectados. «Granjeros, pescadores, cazadores y comunidades indígenas están más expuestos a sentir este tipo de tensión mental por la situación climática», recalca Pihkala en sus investigaciones. «La ecoansiedad, así como cualquier otra respuesta emocional ante la crisis climática, es un signo de buena salud emocional. Me preocuparía más si la gente no reaccionara», zanja Hickman.