Durante más de una década, el cigarrillo electrónico ha tenido prácticamente carta blanca en EEUU pero la permisividad llega a su fin. Esta semana la Administración de Donald Trump ha anunciado que «en las próximas semanas» la Agencia de Medicamentos y Alimentos (FDA por sus siglas en inglés) presentará un plan para eliminar del mercado todos los productos de sabores para los dispositivos hasta que los productores logren la aprobación de la agencia bajo nuevas directrices. Y el propio presidente Trump, que lleva casi tres años de mandato con la desregulación como uno de sus principios motores, en este caso estudia «reglas y regulaciones muy contundentes».

Para entender ese inusual impulso normativo federal en una administración alérgica a los límites empresariales hay que tener en cuenta los interrogantes irresueltos sobre los efectos en la salud del vapeo, intensificados este verano por seis fallecimientos y casi 400 ingresos hospitalarios en EEUU por enfermedades pulmonares vinculadas, aunque aún sin exactitud, al uso de dispositivos electrónicos para consumir productos de cannabis y de tabaco. Y, sobre todo, repasar las severas alertas que desde hace tiempo lanzan médicos y autoridades sanitarias por un aumento del vapeo entre menores que ha alcanzado rango de «epidemia». Ese consumo preocupa por el potencial efecto dañino en el desarrollo juvenil, y también porque puede revertir décadas de progreso y crear otra generación de adictos.

Trump parece impulsado, en parte, por un factor personal y en su comparecencia del miércoles citó a la primera dama que se ha declarado «profundamente preocupada» y que participó en la sesión informativa que el presidente mantuvo con el secretario de Sanidad, Alex Azar, y el comisionado en funciones de la FDA, Ned Sharpless. Además, el mandatario ha hablado estos días de la preocupación de su esposa y él mismo por los riesgos para su hijo Barron, de 13 años. Pero su acción responde, también, a un creciente clamor desde las altas instancias médicas públicas y privadas y a la presión de padres, legisladores y educadores por poner coto a un mercado que ha crecido con escaso o nulo control hasta convertirse en un gigante que el año pasado generó 9.000 millones de dólares en ventas.

Apostando por la utilidad del cigarro electrónico para ayudar a los fumadores a abandonar el hábito, la Administración de Barack Obama fue laxa en su regulación y el cigarro electrónico no entró hasta el 2016 bajo supervisión de la FDA, que empezó a dar tímidos pasos. Estos se intensificaron cuando Scott Gottlieb se puso al frente de la FDA en la presidencia de Trump, pero volvieron a encallar tras su dimisión y su sustitución por Sharpless, encargado de reactivar ahora la regulación federal, que avanza más lenta que la estatal o municipal. Michigan, por ejemplo, es el primer estado que prohibió la venta de productos de vapeo, y San Francisco vetó este verano la venta de cigarros electrónicos y sus productos asociados. El gobernador de Nueva York anunció ayer también su prohibición.

ACCESIBLE Y ATRACTIVO / La accesibilidad y atractivo de los dispositivos, combinado con una agresiva publicidad destinada a los menores, de empresas como Juul, que controla más del 70% del mercado y obtiene el 85% de sus ingresos por la venta de productos de sabores, ha contribuido a popularizar su uso entre los jóvenes. La compañía esta semana ha recibido cartas de advertencia de la FDA por haber publicitado sus productos, tanto a adultos como a jóvenes, como el 99% más seguros que el tabaco tradicional.

Según los datos aportados por Azar, cinco millones de menores estadounidenses están usando cigarrillos electrónicos. El porcentaje de estudiantes de instituto que vapean está en el 25%, un incremento del 4% respecto al año pasado y más del doble que las cifras del 2017 (11%). Y la abrumadora mayoría de los jóvenes admiten consumir sabores de frutas o mentolados.