Si mientras espera en la terminal de algún aeropuerto estadounidense se le acerca un guardia de seguridad y le pide la mano, no se sienta halagado. Quiere una muestra de su palma para averiguar si ha manipulado explosivos. El fallido atentado de Umar Farouk Abdulmutallab, el presunto terrorista nigeriano que trató de hacer estallar el pasado día de Navidad un avión con destino a Detroit, tuvo dos consecuencias inmediatas sobre los métodos para garantizar la seguridad aérea: aceleró la instalación de escáneres corporales y provocó que la Agencia de Seguridad en el Transporte de EEUU (TSA, por sus siglas en inglés) probase si se podía trasladar en un carrito unos pequeños equipos, del tamaño de un microondas, que detectan explosivos. Se podía. Así que desde hace 10 días en cinco aeropuertos, y en las próximas semanas en el resto de aeródromos internacionales del país, se toman muestras de las manos y las maletas de los pasajeros en busca de restos de explosivos.

Según la TSA, si se hubiese utilizado este método con Abdulmutallab se habría sabido, casi con toda seguridad, que había estado en contacto con la pentrita que transportaba. Los planes de la TSA pasan por invertir 30 millones de euros en la compra de 800 detectores, capaces de rastrear rápidamente pequeñísimas cantidades de explosivos.