El maestro Morente no fue amigo de la norma. Esta semana se cumple otro aniversario de su muerte y todos le recuerdan precisamente por eso. Para él hubiera sido más sencillo ajustarse a las reglas y crear sobre los cimientos pero prefirió romperlos con todo lo que eso conllevaba. Cargó con el lastre de proscrito para la ortodoxia del flamenco y ese desprecio purista que él siempre ondeó con orgullo le ha valido un cajón en la historia. Ocho años después sigue encumbrado como un mesías que abrió el camino. Consiguió lo que muchos soñaban alcanzar y se convirtió en un maestro porque podía. El duende se tiene o no se tiene. Eso no se elige. Lo único que se elige es romper. Para avanzar siempre tiene que haber alguien que desprecie aquello que repetía Ockam de «la opción correcta es la más sencilla».

Ejemplo da de ello Rubin Stein (Navalmoral de la Mata, 1982) en lo suyo. Y lo suyo es el cine. Hace honor a los críticos que le encumbran como enfant terrible y prefiere mantener la incógnita sobre su verdadero nombre. Eso sí, descarta que tenga que ver con ese Rubinstein que tocaba el piano. Algo es algo. Si alguien puede entender de ruptura es él. Bailaora, lo último que ha rodado, pertenece a la tercera parte de una trilogía en blanco y negro. La primera parte se grabó en plano secuencia, la segunda con cerillas como única iluminación y esta última con actores que no son actores y que como Morente sin ser Morente se sumerge de lleno a airear el flamenco. Un salto al vacío tras otro. «No me cuentes las reglas, no quiero saberlas» era la premisa. No es azar que su trabajo acaricie el Goya en un año en el que la escena indie se abre hueco y en el que la representación extremeña por los cabezones es más que remarcable. Tras años de vacío, salvo alguno en el que Reyes Abades -descanse en paz- daba alguna alegría y acumulaba merecidos cabezones en sus estanterías, esta edición rompe la maldición y hasta tres nombres orgullosos de la tierra caminan por la estatuilla. Para perpetuar su leyenda, el cacereño confiesa que ni reparó en la rueda de prensa en la que Paco León y Rossy de Palma anunciaban a los seleccionados por la academia. «Me enteré por el Whatsapp», alega con naturalidad como si el camino para llegar hasta ahí no hubiera sido pedregoso. Unos meses antes su trabajo ya había llegado a Palm Springs, un festival casi inalcanzable y aspirante a los Oscar. Palabras mayores. Y así se coló en la criba. Doble triunfo. Ahora su Bailaora taconea con fuerza entre los nominados.

Rubin se mueve como pez en el agua en los márgenes. Parece que ha nacido para ello. Ya de pronto rompe el halo presuntuoso de esos directores que aseguran que su vocación nació con ellos. La suya llegó tarde pero llegó. Mientras tanto estudiaba ingeniería de telecomunicaciones. Fue el primero de su promoción pero se compró una cámara. Aún recuerda el acto en el que le reconocieron sus méritos y sus profesores deseosos de colocarlo en las empresas que se lo rifaban le preguntaron sobre su futuro. «¿Y ahora qué harás?». «Me dedicaré al cine», respondió tajante. Atónitos dejó a todos. «En ingeniería uno más uno son dos y en el cine uno más uno no siempre son dos». Las sumas exactas le aburrían como a cualquiera que ve más allá de dos más dos son cuatro así que estudió comunicación audiovisual en Salamanca. Ya se granjeó fama en la universidad porque proyectaba cine en su habitación como si fuera una filmoteca. En esos años firmó su primer trabajo Pánico a una muerte ridícula y un ojo lo fichó para la tele asturiana. Ahí ideó un programa que triunfó en su segunda temporada, justo cuando decidió marcharse a Madrid, la ciudad «donde todo se mueve». El cine también. Se fue a probar la suerte que parecía esperarle.

No le nubla la juventud. Tiene claro lo que hace. Asume las referencias a Lynch, Buñuel y Hitchock que le endosan y sabe lo que genera su cine. «Cuando se sientan a ver un corto el público lo pasa muy mal y muy bien». «Una atmósfera potente» lo llama. Lo que sigue sin entender es el motivo por el que el cortometraje sigue considerado como arte menor. «Se piensa que es un paso para hacer largos y no tiene que ser así». A su favor tiene el nuevo público que consume contenidos rápidos. Se convence de que habrá que aprovechar a las nuevas generaciones de cinéfilos. No quita mérito a los realizadores pero reivindica su lugar. Cómodo en los márgenes, vive a medio camino entre su Navalmoral y Madrid. Pero siempre quiere volver. Reconoce la inestabilidad de la industria en Extremadura pero cualquiera quiere ser profeta en su tierra. De hecho, Bailaora se rodó en Granadilla y ahí regresará en enero a proyectarla. Para que ruede donde tiene que rodar un mes antes de los Goya. Y quién sabe si se hará con el cabezón. Él no tiene discurso preparado. Ya improvisará algo.