Sabía que estaba enfermo. No lo niego. Lo sabía. También es cierto que desconocía los detalles. La enfermedad en sí misma nunca me ha interesado. Sus consecuencias sí, pero nunca he tenido vocación de forense. Ni de médico siquiera. Al menos desde el día, en que siendo chico, descubrí unas horripilantes imágenes en los libros de medicina de mi padre; terribles mordeduras de serpientes, venenos de efectos aterradores... Desde aquel día he compadecido a los que dedican su vida a bregar, entre el dolor y la muerte, con los males de la carne.

No me ha interesado saber de enfermedades, pero sí de enfermos. La enfermedad es mera ausencia. Al menos en mi caletre. La enfermedad no es. Es ausencia. Solo eso. La enfermedad es la ausencia de la salud. Así como la fealdad es la ausencia de la belleza. La enfermedad, cuando eres joven, es un viento pasajero, pero, con los años, la enfermedad es una cadena de secuelas indomables. Un castillete de fracasos, desde el que asomarnos y ver, derrotados, las brumas que ocultan el camino de mañana. Y nos sentimos, íntimamente, enfermos.

He pasado varias veces por el hospital y he pensado en él. He pasado mientras viajaba en ruta hacia la felicidad. Le he dedicado una oración y una señal de la cruz; y he seguido camino. De la felicidad. El hospital inmenso, con su inmenso rótulo luminoso, como una inmensa leprosería donde encerrar enfermedades embravecidas. Y me he acordado de los libros de mi padre. De los tumores en lonchas y de los estragos de la sífilis congénita en el rostro de los niños… De los cadáveres despellejados en nombre de la ciencia y de las parturientas destripadas.

No le tengo miedo a la muerte. Le tengo miedo a la muerte alrededor. A la muerte de mi mundo. A que al llegar a un bar el camarero me diga que ya los combinados no se sirven en vaso de tubo. A que no me despachen optalidones en la farmacia. A que ya no me inviten por enero a matanza alguna. Cuando eres joven y se te muere alguien no alcanzas a calibrar el irremediable descalabro que esa muerte anuncia. No se mueren ellos, nos morimos nosotros en ellos. Se nos mueren los otros, y, al morirse, nos matan.

El bar del hospital es un antro descalabrante. Es un chute venenoso. Los bollos y las ansias están petrificados. Todo tiene el aire decadente de un ministerio cubano. Siempre me arrepiento de tomar café en los bares de los hospitales. Dinero malgastado. No suma, resta. En algún sitio se debe respirar lo que aquí se traga. Subo. Desde los ventanales de la tercera se ve el río, manso, hacia la mar. Posiblemente Manrique. Por el pasillo un gordo, impúdico, enseña el culo mientras pasea colgado de un gotero. La bata verde, la bata blanca,... En tiempos de mi padre las batas se remendaban. Aún conservo su fonendo, su tensiómetro, su maletín, su último taco de recetas, su tampón con nombre y número de colegiado y, por supuesto, sus libros. Ahora ya no me asustan. Ahora ya he descubierto que somos carne mortal. Y pudridera. No les tengo miedo, ahora les tengo, y me tengo, una pena inmensa. Ahora me da miedo, por encima de casi todo, que nadie cuide de los libros de mi padre cuando yo muera. No me dan miedo los úlceras purulentas, ni los chancros venéreos. Me dan miedo los libros sin mi padre, me dan miedo las ausencias.

Habitación 212. Mi padre murió en una 212. Por un instante quedé pensativo. Quise llamar. Y un 212 se interpuso entre mis deseos y mis nudillos. Me dejé llevar por la sombra del mal fario. ¿Y si molesto? ¿Y si tiene visita? No me atreví, resoplé. ¿Y si es hora de comer? En los hospitales se come a horas extrañas. ¿Y si está dormido? En los hospitales huele a caldo a la hora de la siesta. ¿Y si está en las últimas? Y me acordé de mi padre. La enfermedad pide reserva, pensé, como quien piensa una excusa urgente.

No miento. Durante aquella feria le tuve en mi pensamiento. Pero las ferias y las obras de misericordia no se conocen. La noria predica el eterno retorno. Las aguas del río no dejan de pasar y, sin embargo, nunca son las mismas. ¿Tal vez Heráclito? Los mosquitos. El humo de las fritangas. El frenesí de los vivos. Y la promesa de que en cuanto pase la feria voy y le visito.

Me levanté temprano. Le compré un libro. Después de la feria hace calor. Los coches al sol. Los gorrillas. El polvo. Más gente que nunca. Un semáforo va dando y quitando el paso. Le gustará el libro. Le gustará como gusta el aleteo de una mariposa, porque -si se muere- el libro no podrá llevárselo. A la segunda planta, por favor. Al ascensor le van a reventar los costurones. Hay gente que no se ducha por San Juan. Sé que el libro, como un aleteo, le gustará. No quise anunciarle mi visita. Habitación 212. La puerta está abierta. La cama vacía.