El Urquiola (1976), el Mar Egeo (1992) y el Prestige (2002). Cada una o dos décadas un gran petrolero ha teñido de negro las costas españolas causando grandes catástrofes medioambientales. ¿La que se desencadenó hace 10 años será por fin la última? Ante esta pregunta, la mayoría de los expertos consultados se muestran escépticos. El hundimiento del viejo petrolero que se empezó a romper el 13 de noviembre del 2002 llevó al Gobierno español a promover numerosos cambios en la normativa internacional y a adquirir un sinfín de medios. Pero todas estas mejoras, tibias, según algunos, como el grupo ecologista Greenpeace, o importantes para otros, como el Gobierno, no son suficientes para garantizar que el chapapote no vuelva a inundar nuestras costas.

La flota española de remolcadores y barcos anticontaminación se ha multiplicado. Las estrellas son cuatro grandes buques de salvamento con capacidad de recogida de hidrocarburos. También hay seis bases estratégicas con capacidad para dirigir y distribuir material anticontaminación. España participa, además, en un programa europeo de respuesta rápida que permite movilizar en menos de 24 horas a 17 buques equipados con una capacidad conjunta de recogida de más de 62.437 metros cúbicos. Qué contraste con aquella imagen heroica de los pesqueros saliendo al encuentro del chapapote con las manos y los salabres.

La normativa internacional ha ido arrinconando el uso de los barcos monocasco como el Prestige, de alto riesgo. Al no tener una doble separación de la carga con el mar, cualquier fisura provoca el vertido. La UE les ha prohibido el atraque en sus puertos, pero no puede impedir que sigan navegando salvo por determinados puntos. Es lo mismo que ocurre con las inspecciones. España y sus socios europeos han adoptado un estricto régimen de inspecciones de los buques en sus puertos que incluyen el buen estado estructural, pero ¿y si no atracan, como el Prestige, que estaba de paso? La Guardia Civil efectúa controles aleatorios en los cargueros que pasan frente a Finisterre, pero sus conocimientos técnicos son escasos.

El gran agujero negro sigue siendo, sin embargo, el régimen de responsabilidad establecido por la Organización Marítima Internacional (OMI) que la limita al propietario del buque. Gerentes, fletadores y dueños de la carga, que en el caso de las mareas negras suelen ser grandes multinacionales, quedan exentos de cualquier responsabilidad. «Cambiar esto sería clave», opina la dirigente de Greenpeace Raquel Montón, «porque entonces no resultaría rentable utilizar barcos basura para el transporte de mercancías».

La cuantía de las indemnizaciones a conceder por los fondos internacionales sigue limitada, aunque ha subido de 177 millones de euros a 1.142, muy lejos aún de los 4.442 que costó el Prestige, según la reclamación de la fiscalía.

Los propietarios de los buques con más riesgo suelen, además, refugiarse en banderas de conveniencia, en países como Bahamas y Liberia, cuyas autoridades ignoran las normativas. Ahí ocultan su auténtica identidad. A causa de ello, la justicia española solo ha podido sentar en el banquillo al capitán y al jefe de máquinas del Prestige.

Los expertos también advierten de que por mucho que se tengan todos los medios, si la gestión es mala y se toman decisiones políticas, como ocurrió con el Prestige, el desastre está servido. En septiembre del 2001, España organizó un simulacro de choque de un carguero y un petrolero. Este se llevó a una zona abrigada de la costa y allí se recuperó el fuel. El resultado fue calificado de pleno éxito. Un año después, cuando las autoridades afrontaron un accidente similar, el del Prestige, hicieron caso omiso de esas conclusiones. Alejaron el buque con el resultado por todos conocido.