La decisión de traer la cumbre del clima a Madrid ha sido un acierto, un gran acierto a pesar de todos los retos que conlleva, incluida la posible ausencia de Greta Thunberg, la joven capaz de confrontar a los líderes mundiales con las inquietudes de cualquiera de nuestros hijos, que tenía todo previsto para acudir en Chile y que ahora no sabemos si acabará viniendo, sin dejar huella de carbono en el viaje. No sabemos si llegará el icono mundial, pero la celeridad para traer la cumbre es una señal del compromiso para no dejar las conversaciones colgadas mientras se calienta el clima y se enfría todo el trabajo y esfuerzo para llegar hasta aquí.

La cumbre de este año la tenía que organizar Brasil, pero en cuanto Bolsonaro se proclamó presidente tenía claro que esto del clima no era mas que una nueva ‘intoxicación marxista’ que no iba con su convicción de que lo mejor que le puede pasar al bosque amazónico es entregarlo a la especulación a bocanadas de fuego. Se decidió entonces hacerla en Costa Rica, pero el coste elevado llevó a renunciar y cuando parecía que Chile por fin había cogido el relevo, a un mes de la cita, ha tenido que renunciar por los disturbios violentos que no garantizan la seguridad de los miles de participantes y de los centenares de altos cargos políticos que han anunciado presencia.

Parece solo un gesto, pero lo que conlleva la decisión de traerla aquí es mucho más que eso. Es ponerse al frente de la agenda global diciéndole al mundo que estamos dispuestos a hacer todos los esfuerzos necesarios para que el debate y los acuerdos que tienen que llevar a evitar que la temperatura suba dos grados de media desde que empezó la industrialización, no es ya una preocupación, sino una emergencia sobre la que hay que actuar con sentido de urgencia. Ese era el mensaje de Greta en la ONU y aunque aquí nos quede mucho por hacer, traer la cumbre es un primer paso en el buen sentido. Puede que esperemos a Greta inútilmente, pero su mensaje ha llegado.