TEtxiste algo macabro en la unión de estas palabras, algo que no acaba de encajar. Nos dijeron que íbamos a vivir muchos años, pero no era una promesa, sino una amenaza, dice el Roto en boca de un anciano decrépito y consumido. Quizá sea eso lo que no cuadra. Nos anuncian que nos esperan ochenta años por delante pero no saben muy bien a qué vamos a dedicarlos o qué va a pasar con nosotros. A no ser que se cruce algún descerebrado al volante, una enfermedad repentina o algún imprevisto similar, todos vamos a acabar envejeciendo. Unos mejor que otros, claro está. Habrá quien mantenga la lucidez y escriba como Ayala o Saramago , y quien siga conduciendo su cuatro latas por los caminos, ante las protestas de sus hijos. Habrá también quien disfrute de una segunda juventud apuntándose a cuanto baile o excursión se organice e incluso encontrando un amor que le devuelva a sus veinte años. Debe de ser hermoso envejecer así, dignamente, enterándose de todo y descansando de una vida de trabajo. Pero están los otros, la mayoría, para qué vamos a engañarnos. Los que llegan a los ochenta sin resuello, los que necesitan cuidados que ya no pueden encontrar en el que fue su hogar. De la UCI a planta empiezan un peregrinaje que no suele acabar bien, pero que demuestra hasta qué punto nuestra sociedad vuelve la espalda a lo que tiene delante. Qué estúpido este culto a la juventud eterna que todos practicamos, cuando lo verdaderamente eterno es una vejez para la que ninguno queremos prepararnos. Más valdría empezar a intervenir ya en servicios útiles para una población a la que solo ofrecemos la esperanza de sumar años a la vida.