TNto sé cuál es el precio de la vida de un ser humano. No sé si equivale al rescate de los bancos, al sueldo de un cargo político o a la enésima subvención de cualquier actividad festiva. Sí conozco con exactitud lo que para mí supone la vida de mi madre. Mucho, muchísimo, sobre todo si está en mi mano salvarla. De ahí que me importe tanto que una madrugada cualquiera, en un pueblo cuyo único defecto (aunque para mí no lo sea) es su tamaño, existan medios para que acuda una ambulancia, y que funcionen servicios de urgencia por la noche, a esa hora maldita en que las personas mayores suelen caerse, sin esperar a que amanezca, los muy desconsiderados. Cada día me cuesta más entender por qué nos cruzamos de brazos ante los recortes sociales, causados por un despilfarro vergonzoso del que ahora quieren culparnos. Hemos abusado de la sanidad pública, pero el déficit de este país no está causado por estas minucias. No nos dejemos engañar. En una comunidad tan envejecida como la nuestra, siguen siendo necesarios médicos en los pueblos pequeños. Y urgencias nocturnas, y no ahorrar en la calidad del servicio de los hospitales. El estado de bienestar empieza en sanidad y educación, y lo demás es secundario. O si no, pregúntense cuántos aeropuertos inútiles, trenes de alta velocidad u obras faraónicas equivalen a salvar una vida humana. O de otra manera, cuánto cuesta una ambulancia a las cinco de la mañana, cuánto cuesta levantar a tu madre al pie de las escaleras y saber que va a ser atendida. Hoy me ha pasado a mí, pero mañana puede pasarles a ustedes. No deberíamos olvidar nunca el valor exacto de lo imprescindible.