Lo bueno que tiene vivir en las afueras es que si no quieres, no tienes que enterarte de que la Navidad ha llegado el quince de octubre. El plan es sencillo, se trata de ir comprando víveres desde septiembre, alimentos imprescindibles con fecha de caducidad lejana. También podemos hacer la última visita a un centro comercial para comprar un arcón congelador que llenaremos de comida preparada. El resto es cosa suya. Pueden hacer la compra de perecederos por internet (con el riesgo de que el repartidor les felicite las Pascuas) o ir sembrando un huerto en la terraza, con el consiguiente beneficio para su economía y su espíritu, ya que no deja de ser un aporte a la lucha contra el cambio climático. Aconsejo encerrarse a partir de octubre, bajar las persianas, destruir el televisor y descolgar el teléfono. Puede que descubran infinidad de cosas olvidadas, cómo se juega al parchís, o de qué iban aquellos libros que no hemos leído nunca. Con buena voluntad se puede aguantar hasta Nochebuena. En caso de que uno no pueda permitirse cumplir este plan a rajatabla (siempre está el trabajo, los niños, la revisión médica...) se puede ir en busca de atajos. En los barrios periféricos la Navidad apenas se nota, pero ay del pobre que llegue al centro o a una gran superficie. Allí le esperan las muestras palpables de esta sociedad enferma empeñada en quemar etapas antes de tiempo. En el centro del remolino, el consumo se alimenta con luces de colores y estrellas de neón. Si te asomas al borde, te absorbe la energía y la tarjeta de crédito. Lo dicho, huyan a sus casas y no salgan hasta Nochebuena. No digan que no se les avisa.