No me gustan los elogios y mucho menos si me los hacen en público. Los agradezco de corazón y reconozco que suben la moral, pero me ponen muy nerviosa. Sé por experiencia lo que cuesta decirle a alguien que te ha gustado su libro, por timidez, o porque piensas que el escritor ya estará harto de que se lo digan. Al revés pasa lo mismo. Cuando alguien se acerca para elogiar un libro mío, suelo ponerme roja, y no sé si dar las gracias, recomendarle otro o abrazarle, con lo que acabo por quedarme callada y hacer un gesto de asentimiento, mientras trato de que se me baje algo de sangre a algún sitio que no sea la cara. Suelo pasar por estúpida, pero nada más lejos de mi intención. Casi estoy más preparada para las críticas. Ahí parece que puedes defenderte o rebatir, pero qué se dice frente a un elogio. Yo me callo porque aborrezco la falsa modestia, la de qué bien escribes, no, tú sí que lo haces bien, no, no, yo no soy nadie, etcétera. Estoy convencida de que a solas los humildes fingidos se creen invencibles, y de que desprecian a los demás. Entre la soberbia y la falsa modestia solo hay una diferencia, la actitud pública; por lo demás, son lo mismo. Yo recomiendo la única vacuna que me resulta efectiva. Cada vez que noto algún indicio de creerme importante, me pierdo en cualquier biblioteca o en la feria del libro de Madrid, por ejemplo. Allí, entre miles de casetas y libros de otros, uno deja de ser falso o modesto, y vuelve de nuevo a convertirse en sensato. O sea, a pensar no cuánto le falta por escribir o para ser famoso, sino cuánto le falta por leer, lo único efectivo para ser inmune a los elogios.