TEtn un descampado junto a las vías del tren los caballos andan sueltos y uno tiene la sensación de bordear la miseria cuando se asoma al puente que cruza de un barrio a otro. No importan ni el lugar ni el nombre de las personas que han hecho de su vivienda habitual unas casuchas en estado de ruina que algún día sirvieron para guardar animales. No conozco a los que viven allí pero, cada vez que cruzo muy cerca, descubro que no hay agua corriente, dudo de que tengan luz y pienso qué será de ellos con ese techo de plástico si algún día les cae una tormenta. A veces veo salir a una mujer y un hombre que se lavan en una pila que han colocado como un punto blanco en medio de la tierra rojiza que pisan cada día. En las paredes de ladrillos malcolocados se apilan las garrafas de agua que brillan al sol. Hay ropa tendida y un paraguas en la puerta. Hasta un bolso colgado y restos de enseres que se mezclan en un paisaje desolador. De día y de noche escucharán los vagones que van y vienen hacia un destino desconocido. Da igual. Para ellos su viaje empieza y termina en ese punto perdido de la ciudad que sí aparece en los mapas de Google. Me pregunto hasta dónde tiene que llegar la cota de felicidad que cada uno deseamos alcanzar para levantarnos a diario con la esperanza de que la vida siempre merece la pena. Quizá esa pareja la haya alcanzado ya con mucho menos que otros. Simplemente pueden haber cubierto unos mínimos vitales para subsistir. A lo mejor, lo demás les sobra. Cada vez que paso cerca de ellos me pregunto si no estaría bien ponerme en su lugar. Así podría entender que también existen otras maneras de ser feliz, tan reales como su propia historia cotidiana.