"Que entre Maria Angels Feliu", ordenó el presidente del tribunal, Fernando Lacaba. Un silencio sepulcral se adueñó de la sala. La víctima tardó tres minutos en llegar desde la habitación contigua, aunque pareció mucho más tiempo. Desenvuelta, con paso firme, se detuvo delante de la hilera de sillas de los ocho acusados y, desafiante, les repasó con la mirada. Uno a uno.

El agente judicial la cogió del brazo, invitándola a subir el escalón y dejar atrás el banquillo. Se podía cortar el ambiente. Maria Angels Feliu aún giró la cabeza una vez más para observarles. Al llegar a su asiento, se santiguó. Había decidido declarar delante de sus presuntos captores. Ella, de carácter fuerte y decidido, había explicado a sus más allegados que no quería que los acusados pensasen que les temía.

Pero no todo fue tan fácil. Maria Angels Feliu perdió en algunos momentos los nervios. Como, por ejemplo, en las dos ocasiones en que creyó oír risas en la sala y dijo: "Aunque a mí no me importa que se rían". También se puso tensa cuando tuvo que girarse hacia su izquierda para seguir el monitor de vídeo, ya que veía de reojo a los acusados: "¿Tengo que mirar allí?", se preguntó. Tras su comparecencia, a la salida de la vista, su abogado, Carles Monguilod, remarcó que Feliu había hablado "con mucha naturalidad".