TLtlega la primavera, una breve tregua entre el frío siberiano y el desierto del Sáhara, y los libros se echan a la calle, y detrás, los escritores, o a lo mejor ese no es el orden, pero el resultado es el mismo. Con el buen tiempo, los libreros (esa raza tan necesaria como escasa) sacan lo mejor de sus almacenes para mostrarlo a la luz del día. Es buena ocasión para pasear, detenerse, toquetear e incluso comprar un libro. A veces, hasta se puede conocer al escritor, que, agazapado en la madriguera de una caseta, espera el momento de asaltar a nuestro ejemplar, bolígrafo en mano, para dejarnos su firma. Se puede hacer cola delante de un autor famoso o realizar la buena acción del día y acercarse a ese pobre hombre que cuelga telarañas sin que nadie le pida un autógrafo. Incluso se puede escuchar su discurso y asistir a una mesa redonda. Los escritores abandonan su Parnaso y se mezclan con el resto de mortales. Es buena ocasión para comprobar que son como nosotros: comen, beben y sienten nervios. No son mancos como Cervantes ni entran en éxtasis como santa Teresa ni les da por pelearse espada en mano por una mala crítica. Es más, ya no llevan barbas largas ni cabellos con bucles, y la mayoría solo se inspira con drogas perfectamente confesables. Son normales, al fin y al cabo. La gran mayoría ya no tiene pinta de escritor ni lo pretende. Gente corriente que tiene la afición de juntar letras, tan respetable como otra cualquiera. Luego también están los otros, pero no se preocupen. No es obligatorio acercarse a los autores para amar y conocer los libros. Es más, muchas veces, no hacerlo es lo más recomendable.