Entre el quince de julio y el quince de agosto, todo parece posible. El ritmo se vuelve lento en las ciudades, los días se levantan con olor a campo, y el asfalto recién regado da un respiro a los que aún trabajan. Los termómetros no bajan de cuarenta, y la cabeza no está para problemas metafísicos, pero los cuerpos se preparan para este mes en que el orden se trastoca, las calles urbanas se vacían y los pueblos pequeños triplican la población. Hay quien lleva entrenando desde enero, y quien intenta una operación bikini de urgencia con dietas a cada cual más peregrina. Da igual porque estos días embellecen a todos. Basta mirar el tono dorado de la piel, las caras morenas, el color de la ropa no hecha para estar guardada en los armarios. Es mucho lo que promete este mes y mucho lo que esperamos o hemos dejado para estos días: encontrar al amor de nuestra vida, mantener al que ya tenemos a pesar de la convivencia en apartamentos minúsculos, o conservar la soltería contra viento y marea. Bajar lorzas sin disminuir la ingesta de cañas y tintos de verano o probar todos los postres del hotel sin remordimiento alguno. Empezar de nuevo, desde cero, leer mucho, retomar lo atrasado. Hacer limpieza general en todos los sentidos. Ordenar de una vez por todas el trastero. Pero llega el quince, el ferragosto de los italianos, y la lista de tareas permanece sin cruces. Da igual. En septiembre también abren los gimnasios, también se puede ordenar la casa, y hasta enamorarse. Se nos irá quitando el moreno, pero no ese cosquilleo invencible, tierno y terriblemente nuestro de querer creernos nuevos en cuanto llega el verano.