El torero Antonio Ferrera incendió ayer la Feria de San Isidro con una actuación enorme, de suma maestría, inspiración y torería, que le valió para cortar tres orejas y abrir así la Puerta Grande de la primera plaza del mundo.

Ferrera llegaba con la incertidumbre del personal, preguntándose todavía qué demonios había pasado con el ya famoso lío del puente y el río. Había serias dudas sobre el estado físico y anímico del extremeño, si realmente estaría en plenas facultades de hacer frente en plenas facultades a su triple paso por San Isidro

Y Ferrera respondió como mejor podría hacerlo, en el ruedo y con una tarde memorable, inconmensurable, de ésas que quedarán en la retina del aficionado gracias a su maravillosa inspiración y la enormidad de su toreo. Cortó tres orejas como tres soles y abrió una Puerta Grande tan merecida como incuestionable.

Después de recibir una ovación por parte de los tendidos (solo Dios sabe por qué) Ferrera hizo un desglose de tauromaquias antiguas con sabor a tequila, tabasco y rancheras para firmar una obra de arte a su primero, con el que esculpió algo tremendamente bello, inaudito, emocionante y distinto a todo lo demás.

El Quite de Oro, que creó el torero azteca Pepe Ortiz a principios del siglo XX y que Ferrera evocó aquí, ya hizo que la gente se mirara entre sí tan sorprendida como maravillada. Pero hubo más. El inicio de faena de muleta fue un recuerdo al gran Rodolfo Rodríguez El Pana, quizás como un homenaje ahora que se cumplen tres años de su trágica muerte.

Y ya lo que vino después fue una oda al arrebato, la naturalidad, y la torería. Todo con apabullante personalidad, gusto y suavidad ante un toro muy noble y con mucha calidad, para soñar el toreo. Esa manera tan enfrontilada, tan vertical y encajada a la vez de torear por naturales provocó el delirio de los tendidos, conscientes de que lo que estaba pasando era único en su especie.

La plaza era un manicomio, más cuando Ferrera montó la espada a diez metros del astado, dejárselo venir a cámara lenta para agarrar después una contundente estocada. Parecían que iban a caer las dos orejas, pero el usía, en otra sintonía distinta a las de las cerca de 20.000 personas que cubrieron los tendidos de las Ventas, se encargó de forma vergonzosa de aguar la fiesta.

Ferrera paseó una sola entre un auténtico clamor, tanto que tuvo que dar dos vueltas al ruedo. La bronca posterior al palco fue descomunal.

Pero la tarde no podía quedar en eso. Había que redondear. Y vaya si lo hizo ante un cuarto mas basto de hechuras y al que fue sobando poco a poco, consintiéndolo, dándole sus tiempos y pausas, para acabar después cuajándolo de forma exultante en el tercio.

Qué manera de romperse otra vez, y qué manera de torear con tanto sentimiento y tanta enjundia. Hubo momentos a cámara lenta, otros de arrebato total, pero todos, absolutamente todos, con una autenticidad y un regusto sublime.

Quizás no fue faena tan arrolladora como la anterior, pero sí de más sapiencia y maestría. En la suerte de recibir volvió a enterrar el acero, que cayó un punto caído. Y otra vez la plaza a blanca de pañuelos en demanda del doble trofeo que el presidente, para compensar la metedura de pata anterior, esta vez sí concedió.