TEtsta semana pasada aparecía en la portada de este periódico un filólogo que se dedicaba a la fontanería. Una de las cosas que te puede pasar en la vida es que acabes haciendo algo diferente a lo que un día planeaste. No sé si el fontanero será más feliz, pero con seguridad es más rico que si estuviera analizando sintagmas en una pizarra o revisando textos en una editorial. Tampoco me cabe duda de la inmensa utilidad de los fontaneros, y buena prueba de ello es que todos tenemos el número de uno de ellos apuntado por si hay que llamarlo a las tres de la mañana de un domingo y nunca nadie ha precisado de un lingüista a horas intempestivas o con carácter de urgencia. Lo bueno de algunas profesiones es que se puede ser un inútil o un majadero sin que se resienta casi nada en el mundo. Es así que uno puede llenar una columna de sandeces o enseñar mal las declinaciones latinas y no pasa casi nada. Lo malo es ser juez y pensar que la homosexualidad es incompatible con el ejercicio de la maternidad responsable, que es lo mismo que decir que los arquitectos no pueden tener perros o que a los rubios no deberían dejarles conducir. Y lo peligroso del asunto es que si un filólogo o un fontanero piensan estupideces de gran calibre se quedan en el plano filosófico y si es un juez el que tiene ocurrencias desatinadas puede llevarlas al papel, firmarlas y hacer que las fuerzas del orden las conviertan en realidad. Será por eso que algunos tememos menos a la desorbitada factura de quien nos arregló el desagüe que a las arbitrarias decisiones de quienes esconden un cavernícola bajo la toga.