TCtualquier libro de historia del siglo XX que se precie establece vinculaciones y similitudes entre el fascismo italiano, el nazismo alemán y el franquismo de por aquí. Si bien los dos primeros perdieron una guerra mundial y quedaron como lo que fueron, dos totalitarismos sanguinarios, el tercero sobrevivió durante casi 40 años en los que, además de apresar, torturar y aniquilar a quien pensaba diferente, impregnó el subconsciente de generaciones y generaciones. Francisco Franco murió en 1975, pero su maldita obra sobrevive en muchas conciencias, en muchos tics predemocráticos, en cierto miedo a significarse políticamente, en un desprecio hacia cualquier actitud reivindicativa a la que se etiqueta con el adjetivo de follonero y, sobre todo, en la formación de quienes hoy tienen más de 50 años y alcanzan altos puestos de las magistraturas. Luchar contra el fascismo en el mundo sirvió para recibir honores a partir de 1945 y hacerlo en España era peligro de cárcel y persecución hasta finales de los años 70. Lo que no se podía uno imaginar es que 34 años después de la muerte del dictador fascista alguien como Baltasar Garzón pudiera ser acusado judicialmente por investigar los crímenes impunes de un régimen infame. Y hay algo todavía más preocupante: en este país nadie ha pisado una cárcel ni ha sido castigado por haber colaborado con aquel régimen totalitario y fascista, ni quienes mandaron ejecutar a Julián Grimau , ni quienes despeñaron a Enrique Ruano en una comisaría. En cambio, ser antifranquista sigue siendo hoy una manera de complicarse la vida. Hay algo aquí que va mal.