El hombre de Piltdown es el ejemplo clásico. En 1912, un paleontólogo informó del hallazgo en Gran Bretaña de un magnífico cráneo de hace 500.000 años con una bóveda de aspecto humano y una mandíbula simiesca. El revuelo fue mayúsculo. No había dudas: se trataba del eslabón perdido, el disputado vacío evolutivo entre los grandes simios y los humanos.

Hubo que esperar a 1953 para que otros científicos descubrieran que el cráneo era de un hombre y de hace 50.000 años, no 500.000, mientras que la mandíbula pertenecía a un orangután moderno. El enterramiento --se colocaron juntos los huesos-- había sido un engaño con indudable éxito. Durante cuatro décadas, el Eoanthropus dawsoni ocupó un lugar preeminente en la historia de la paleontología.

La ciencia moderna está salpicada de fraudes, pero rara vez adquieren la categoría del hombre de Piltdown o de los experimentos de Hwang Woo-suk, cuyas más famosas investigaciones han resultado ser un invento. Lo que sí son frecuentes son los fallos, las teorías equivocadas, pero eso no es un problema: "En general --explica Juan Miguel Campanario, profesor de la Universidad de Alcalá de Henares y estudioso del proceso--, toda la ciencia que se publica es errónea en el sentido de que sabemos que en el futuro nuestras teorías serán superadas por otras. El error forma parte de la ciencia".

Las estadísticas no son de fiar, pues lógicamente nadie osa desvelar sus trampas, pero una reciente encuesta en Nature desvelaba que el 0,3% de los investigadores admitía haber manipulado datos en algún trabajo presentado en los últimos tres años. Suele ser poca cosa, como maquillaje de datos para avalar aún más una tesis. O, más raramente, copiar de otro. "El riesgo no compensa las posibles ventajas. Si cometes un fraude sobre un asunto poco importante, la verdad es que no merece la pena; si el fraude es sobre algo importante, la gente mirará los resultados y te pillarán", prosigue Campanario.

¿El motivo? Mucho más que la fama efímera, parece más determinante la presión insoportable que sufren muchos científicos: necesitan llevar a buen término una investigación para así poder publicar en una revista de prestigio y que esto, a su vez, les garantice la financiación futura. Cuanto más publiques, mejor. Los ingleses lo llaman publish or perish , publica o perece. Guste o no, esta dictadura del papel es el sistema empleado para determinar si un equipo funciona o no.

Mucha rivalidad

Claro está que la competencia es inmensa a la hora de publicar, sobre todo en las revistas de renombre. Nature reconoce que sólo acepta el 10% de los artículos que recibe. "No porque sean buenos o malos, sino sencillamente porque no hay espacio para todos o porque no los considera atractivos", explica Vladimir de Semir, director del Observatorio de Comunicación Científica de la Universitat Pompeu Fabra (UPF). Algunas revistas pertenecen a asociaciones profesionales sin ánimo de lucro, como Science o JAMA , pero la mayoría se mueven por lógicos criterios comerciales.

El principal método empleado para garantizar que una investigación es correcta es la revisión por expertos. Se trata normalmente de un comité de sabios independientes, especializados en diferentes disciplinas, que analizan el artículo enviado y le dan el visto bueno. "Cada revista tiene su propio comité editorial, generalmente formado por profesores universitarios, aunque a menudo se recurre a expertos externos, también profesores", prosigue De Semir.