TEtn los alrededores de Cáceres o en el entorno de Badajoz, no hay bosques desde los tiempos de doña Urraca, pero siempre ha habido moras. Ahora resulta que esas moras no son moras, sino frutas del bosque, aunque no sabemos de qué bosque. Si por refinamiento entendemos el no llamar a las cosas por su nombre, sino con paráfrasis, habría que ser ecuánimes y llamar a las moras frutos de tapia o vereda, pero no del bosque. Pero así es la vida, crees que cambiando el nombre, cambias la realidad. Si piensas que llamando a tu hija Jennifer te va a salir más sofisticada que si la llamas Romualda, es natural que creas que llamando a la mora fruta del bosque van a desaparecer sus pepitas insidiosas y su sabor recio. Y en ésas estamos, entronizando grosellas, moras, arándanos y frambuesas hasta el punto de que su sola mención en un plato nos convierte en adelantados de la nouvelle cuisine y la gastronomía postinera.

En Extremadura, la carne se ha servido siempre en caldereta, con pimientos, entomatada o en pepitoria. Ahora, o trae una guarnición de frutas del bosque o parece que no has comido. En Bélgica te sirven el jabalí con mermelada, pero la salsa lleva el poso de los siglos y la mano sabia de la costumbre. En la cocina extremeña de la caza, las frutas del bosque son un adorno impostado, un timo de barniz cosmopolita y pepitas puñeteras. Pero así son las cosas: anuncias caldereta y pasas por paleta, prometes frutas del bosque y te convierten en valquiria de la Selva Negra, aunque hayas cogido las moras por San Marquino.