«Volveremos», prometieron los últimos jóvenes mientras recogían sus bártulos del centro financiero de Hong Kong que habían ocupado durante 79 días. La revuelta de los paraguas del 2014 murió por inanición, con el 80% de la población pidiendo que dejaran de incordiar y sin ninguna reclamación concedida, pero en aquella acampada germinó la conciencia política de una sociedad que hasta entonces solo se preocupaba por sus cuentas bancarias.

Y han vuelto. Más organizados, determinados y violentos. Los seis meses de protestas del 2019 han hundido la economía en la recesión, ahuyentado al turismo, fraccionado sin remedio la sociedad y devastado la reputación de la eficiente y armoniosa capital financiera. En este lustro de latencia se habían agravado los elementos que desencadenaron aquella revuelta: el lúgubre horizonte económico de una generación que vivirá peor que sus padres y el miedo a que Pekín manosee sus asuntos locales.

Bastó la mala gestión en la tramitación de una norma para llenar las calles. Con la ley de extradición se pretendía que la isla dejara de ser un refugio para criminales de todo pelaje pero muchos hongkoneses vieron la pasarela al turbio sistema legal del interior. Carrie Lam, la jefa ejecutiva, desoyó las primeras manifestaciones masivas y solo semanas después, ya con estallidos de violencia periódicos, la suspendió. Y fue un retraso fatal. Por un lado, permitió que las protestas crecieran y amontonaran reclamaciones utópicas como el sufragio universal. Y por otro, en la inutilidad de aquellas concentraciones pacíficas encontró el movimiento la legitimidad para la vía violenta.

No queda nada de aquellas admirables concentraciones cívicas. Primero atacaron cualquier símbolo chino, desde banderas a oficinas de representación. Después a sus negocios, ya fueran grandes bancos o pequeños comercios de esforzados emigrantes del interior. Siguieron con la cotidiana destrucción del transporte público, calles y mobiliario urbano en general. Y por último alcanzaron a las personas: hablar en mandarín (y no en el cantonés local) o significarse en contra de las protestas puede bastar para una paliza.

Relaciones deterioriadas

El sentido de superioridad hongkonés ha roto ya en una abierta xenofobia y dinamitado las simpatías entre el continente y la isla. Es una escalada sin final a la vista porque el miedo a la condena global maniata a Pekín, al gobierno local le faltan medios y clarividencia y cualquier orgía destructiva está justificada según la lógica de los jóvenes.

El conflicto es una víctima de estos tiempos de fast food informativo y la pereza intelectual. Para unos es una heroica lucha por la libertad frente a la pérfida China; para otros, una intolerable intromisión de fuerzas extranjeras en los asuntos internos. Las partes exigen adhesión a sus tesis y de la tormenta han salido salpicadas compañías de lujo o productoras como Disney e incluso celebridades como el jugador de la NBA Lebron James. Hong Kong es hoy un asunto tóxico que aconseja el silencio.

Alud mediático

Las protestas en una diminuta isla del Extremo Oriente han monopolizado la atención global. Es un colosal mérito del movimiento si tenemos en cuenta que la policía no ha matado a nadie en seis meses. No es despreciable el peligro de ser arrollado por los aludes de periodistas de todo el mundo que con sus móviles graban los gases lacrimógenos para consignar la «brutalidad policial». Hasta Hong Kong han llegado para denunciar la «represión china» los halcones republicanos que aplauden cualquier tropelía de sus agentes contra los inmigrantes ilegales. Ni un solo representante prodemocrático ha condenado los actos más atroces de los jóvenes, ya mataran a un anciano de un ladrillazo o quemaran vivo a un vecino.

La prensa más activista denunciaba la detención de «estudiantes» encerrados en una universidad sin atender a que guardaban 8.000 cócteles molotov y bombas de todo tipo. Los manifestantes han celebrado una ley que permite a Washington retirarle el estatus especial a Hong Kong y enterrarla de facto solo porque irrita a Pekín. Y tipos tan célebres como el artista Badiucao o el líder Joshua Wong alimentan la delirantes teorías conspirativas y fake news que atribuyen a la policía decenas de muertos. No se intuye un final cercano ni fácil al conflicto, pero cualquier esperanza pasa por el regreso del sentido común a Hong Kong.