TEtl verano pasado, me preguntaba en esta misma columna qué tendrá el fútbol para que genere tantísimas pasiones. Algo debe de tener, cuando millones de personas en todo el mundo hablan de sus equipos como si formaran parte de su entorno más íntimo. Mucho más, hablan como si ellos mismos formaran parte del equipo, y salieran al campo en cada partido como uno más entre los once titulares. Siempre me ha llamado la atención esa forma de hablar, en primera persona del plural, de los aficionados a este deporte. Realmente, es de envidiar la fidelidad con que muchos seguidores defienden a sus clubes. Lo hagan bien o la hagan mal, ellos siempre están ahí, unas veces apoyando y otras exigiendo, pero siempre presentes, fieles, como si el abandono, o el cambio de colores , fuera una traición impensable.

¡Qué pena! Porque camuflados entre esa afición, que nos ha dejado en la memoria colectiva algunas frases que son ejemplo de paciencia (tener más moral que el alcoyano), de esperanza (permanecer impasible al desaliento), y de solidaridad (viva el Betis, aunque pierda), una serie de violentos infiltrados son capaces de contaminar el ambiente hasta tal punto, que a veces los estadios parecen campos de batalla y los entrenadores salen en camilla.

Y lo malo es que no sólo en el fútbol se contamina de crispación lo que debería ser una confrontación de estrategias y espacios a defender. En política, en televisión, en las tertulias radiofónicas, en la prensa, en algunas parejas... ¿No deberíamos plantearnos todos que así es imposible llegar a ningún sitio?