La mesa de al lado en aquel velador la ocupaban dos matrimonios que se reencontraban en los primeros días de septiembre. Ya habían tomado una ración de surtidos ibéricos y otra de gambas, pero pidieron pulpo y calamares para seguir con un festín bien regado. Unos comentaron sus 15 días en la playa, el apartamento --que estaba de lujo-- y los hartones de pescadito que se pegaban todos los días. Los otros contraatacaron con su semana en el Caribe --no dijeron país-- y hablaron de las langostas devoradas en un sitio en el que una pulsera te convertía en algo parecido a un monarca. Las madres se quejaban de que los niños, desde que tienen la pleiesteision, ya no quieren salir. Cuando me levantaba para irme pidieron una de jamón, otra más de gambas y empezaron a gritar contra los precios de los libros: 200 euros les habían costado los materiales que servirán para que sus hijos estudien los próximos diez meses. Unos veinte euros al mes es lo que van a gastar en libros quienes se acababan de meter entre pecho y espalda, en poco más de una hora, 60 euros de cañas y raciones, quienes no tienen problema en gastar 600 euros en consolas de videojuegos o 2.000 durante una semana en la playa. Y además quieren que los libros se los paguemos entre todos y les salgan gratis. Hasta aquí hemos llegado: sé que los libros son caros, que no deberían suponer un coste para quienes no tienen recursos, que se podrían buscar fórmulas para poder reutilizarlos y mil cosas más, pero creo indecente, por no decir otra cosa, que alguien se escandalice por el precio de los libros y no se preocupe casi nada por el de las gambas o los juegos de ordenador.