TItba la otra tarde por Cánovas cuando escuché la voz airada de un señor: "Gamberro, vení paká , cabr(...), hijos de p(...), me cago en tus muertos". Asustado, busqué a algún caballero atribulado, pero no lo hallé. El grito volvió a escucharse con más fuerza: "Gamberro, vení paká, etcétera". Delante de mí iba una pareja muy jovencita, yo diría que de novios: él le pasaba la mano a ella por la espalda y su terminación sin miramiento ni disimulo y tras chuparle el cuello le preguntó: "¿No lo coges?". "¡Bah! Es mi padre, déjalo que suene", aclaró la niña. O sea, los gritos salían del teléfono móvil.

Nos paramos en el semáforo de la fuente luminosa y el móvil de la chica volvió a chillar, pero esta vez con otro salero: "Qué arte tienes, coge el teléfono artista, carambirubí, carambirubá, no sé qué tienes que cada día me gustas más". Ella informó a su acompañante: "Es mi churri". Pensé que el muchacho se apartaría mientras ella hablaba con su churri, pero qué va, siguió manoseándola y ella, cari por aquí, cari por allá, cuando el móvil del acariciador empezó a gritar de improviso: "Coge el teléfono, cógelo, que está sonando, quillo, me cagüentupu(...), quieres cogerlo cabr(...), vaya nota de quillo, a que me voy a tener que levantar a cogerlo yo". La novia infiel se asustaba: "Cógelo, tío, que se oye todo". El mozo acariciador se excusaba: "No puedo, tía, es mi padre". La infiel insultaba al mozo, él se cagaba en algo y aquello se convirtió en un galimatías donde no se sabía si los improperios salían de la infiel, del acariciador o de los teléfonos.