El joven diestro extremeño Ginés Marín cortó una sola oreja, aunque aún se le pidiera una segunda, de un lote de toros de Domingo Hernández y Garcigrande que, por su gran clase o bravura, ayer en Madrid le pusieron en bandeja de plata un triunfo de gran rotundidad.

Aunque con ambos hizo los méritos justos para haberse llevado un trofeo, y poder haber abierto así la Puerta Grande, Marín no llegó a cuajar ni a aprovechar al completo a ninguno de los dos, lejos del nivel que exigían y ofrecían, y que le hubiera llevado a lograr un éxito indiscutible.

Las virtudes del tercero, de Domingo Hernández, fueron evidentes desde que tomó el primer capotazo: una total entrega al tomar los engaños con el hocico a ras de arena y, además, con una suavidad y una clase suprema a la hora de repetir sus largas embestidas.

No se entendió, por tanto, que, después de haberlo cuajado a la verónica, abriera la faena de muleta con muletazos tan secos y cortantes que, aun así, no mermaron ni un gramo la calidad del ejemplar. Mientras duraron las inercias de esas nítidas arrancadas en las primeras tandas de pases, el extremeño pegó pases cómoda y ligeramente al aire del toro. Y cuando estas mermaron, cuando había que engancharlas con temple y entrega, tendió a meterse en la pala del pitón con una falta de sinceridad que el animal no merecía. También mató de un espadazo al sexto, pero precedido de un pinchazo que, probablemente, fue el clavo al que se agarró el presidente para no darle la segunda oreja.