Ya nada queda, al menos superficialmente, de aquel Rodrigo Lanza que se hacía llamar el Rodri entre los colectivos antisistema y que daba charlas contra la Ley Mordaza en la capital aragonesa, ciudad en la que se estableció en el 2015 porque se sentía «acosado» por la Guardia Urbana de Barcelona. Ayer, ante el jurado popular, se mostró cabizbajo, con una sensibilidad a flor de piel que le hizo sollozar en varios momentos y con una estética radicalmente opuesta a la que lucía cuando participaba en «movimientos sociales, okupas y de barrio» de la capital aragonesa.

Eligió una camisa azul celeste y unos pantalones chinos de color beige para defender su inocencia. De zapatos eligió unas finas botas de cuero marrón a juego con un abrigo del mismo color y que bien podría lucir un hombre de finanzas. Su pelo también fue diferente. Llevó una raya en un lado y el pelo cortado. Sus características rastas ya eran pasado, al igual que los piercings que lucía. Los nueve miembros del jurado le tenían lejos, pero la proximidad revelaba los pendientes que en su día llevó, especialmente, los agujeros de las dilataciones. Cambiar de imagen es ya algo habitual en estos reos. Antes lo hicieron Ana Julia Quezada o el asesino de Pioz.