Mi padre nunca dio un salto de euforia por un triunfo colectivo de España. Ni el padre de mi padre. Los que saltaban eran alemanes, franceses, rusos, americanos, chinos. Nosotros no. A nosotros siempre nos tocaba agachar la cabeza y suspirar. Ya vendrán tiempos mejores. Pero los tiempos no venían. Nunca venían. Cómo iban a venir si pesaba sobre nuestras costas el fardo de doscientos años de Austrias, trescientos de Borbones, quinientos años de malos monarcas y pésimos políticos que hicieron que creyésemos que algún tipo de maldición se cebaba con nosotros, que estábamos hechos de peor pasta que el resto de Europa. Cuando un deportista o un escritor o un científico español conseguía proyección exterior, lo sentíamos como un logro individual que apenas representaba al resto. Se triunfaba a pesar de España, no gracias a España. Es curioso que un pueblo que dio emperadores a Roma, reyes a los godos, poetas a Al Andalus, una lengua al mundo, necesitara con tanta desesperación recordar que no son esos vagos y pícaros que pretende cierta leyenda negra. Treinta años de democracia han bastado para demostrarlo. Incluso con políticos de medio pelo hemos conseguido sincronizar nuestros pasos al ritmo del mundo civilizado. Sólo nos faltaba un gesto para creérnoslo. Y de pronto Xavi lanza un saque de esquina. El balón dibuja un medio punto interminable. Puyol vuela. Golpea el aire con la cabeza. El balón entra. Gol. Más que un gol. Un gesto que coloca a España en el carril de la modernidad. Mi padre dio por fin su salto de euforia. España entera lanzó un grito unánime quinientos años silenciado: podemos. Un grito colectivo que los que nos gobiernan deberían saber interpretar. Ya estamos en la cima. Al menos en los deportes. Ahora sólo nos falta el resto.