THtace unos días me contó mi hermana una anécdota de la que mi memoria no guarda el menor rastro. Resulta que siendo niños fuimos a ver una actuación de gorgoritos en San Jorge, en Cáceres, ese lugar mágico que en ocasiones se transforma en un paraíso de diversión para los más pequeños. Según la cronista, yo tendría cuatro años; ella, ocho. Estábamos tan embobados con la representación de los titiriteros que acabé por soltarme de su mano sin que se diera cuenta. Presa del pánico al percatarse del despiste, se echó a correr hacia la pescadería que tenía mi padre en Obispo Segura Sáez. Supongo que su congoja sería doble: por una parte, haber perdido a su hermanito entre la turbamulta; por otra, la más que probable reprimenda que iba a recibir de nuestro progenitor (todo un carácter). Cuando mi hermana se terminó de explicar entre lágrimas, mi padre saltó del mostrador y, sin quitarse el mandil, corrió a buscarme. La historia, esta vez, tiene un final feliz: me encontraron en la plaza de San Juan, caminando de la mano de una señora que amablemente se había ofrecido a llevarme a casa. Ya digo que no recuerdo nada, pero cuenta mi hermana que yo venía feliz, ajeno a la angustia que había generado mi desaparición. Así que, reflexiono ahora, esta historia es la metáfora de mi vida: solo entre la multitud, absorto en un mundo de ficciones a la espera del socorro de la mano de una buena mujer (a veces no tan buena) mientras mi familia, preocupada, se pregunta una vez más dónde me habré metido. Y al fondo, esa palpitante sensación de que, pese a las numerosas deficiencias del guión, el espectáculo ha merecido la pena.