La anciana solo encuentra el vacío a izquierda y derecha hasta que mira hacia arriba intuyendo el origen divino de esas palabras de eco metálico. «Abuelita, es el dron el que le habla. No debería andar por ahí sin máscara, es mejor que regrese a casa y no olvide lavarse las manos». También en Mongolia Interior, un hombre atareado en limpiar la nieve del camino escucha voces desde ahí arriba. «Se va a derretir de todas formas por sí sola. ¿No estarás más a gusto en casa, con comida y bebida?». Otro peatón en Ningxia es interpelado: «El caballero del abrigo rojo y la bolsa blanca. Sí, eres tú. Por favor, ponte la mascarilla. Si no tienes, acércate al coche patrulla y te daremos una».

China cuenta con el mayor experimento de control social para derrotar a una epidemia que ha matado a 1.770 personas e infectado a más de 73.000 en todo el mundo. La desaceleración de las infecciones no ha jubilado las precauciones globales: Rusia anunció ayer que cerrará sus puertas a los chinos a partir de mañana. No es una medida tibia. Por un lado, renunciará a su caudal de turistas. Por el otro, complica el discurso de Pekín, que había tildado de desmesuradas las precauciones estadounidenses y sugerido trasfondos espurios.

La mala noticia es que la epidemia exige el control de movimientos de 1.400 millones de personas; la buena, que a China le sobra entrenamiento. La distopía orwelliana es una aliada imprescindible en la guerra. No se duda de su eficacia en el cumplimiento de la cuarentena y la caída de contagios. En la epidemia del SARS, China aún era conocida por sus manufacturas de escaso valor añadido; ahora lidera sectores tecnológicos como los drones, la inteligencia artificial o el big data que subliman la vigilancia electrónica. Esa maquinaria está ahora en el escaparate.

El reconocimiento facial es ubicuo en estaciones de tren, aeropuertos, hoteles y calles. Ocho de las diez ciudades del mundo con mayor densidad de cámaras son chinas y Wuhan, el epicentro de la epidemia, es la octava. Al despliegue previo se suman estos días los nuevos artilugios de una industria mimada por Pekín. Allí se prueba un sistema que detecta la fiebre de viandantes con cámaras térmicas y reconocimiento facial y corporal: hasta 15 personas por segundo a una distancia de cinco metros del dispositivo. Otro instalado en las entradas de los edificios públicos atina con las identificaciones incluso con las obligatorias máscaras cuando en los albores de la crisis se había descubierto que su éxito se derrumbaba hasta el 30%. Y la empresa Zhejiang Dahua sostiene que determina la temperatura con un margen de error de apenas 0,3 grados.

El uso del teléfono para cualquier pago permite trazar los pasos de cualquier ciudadano. La aplicación Wechat, la versión nacional del Whatsapp, ofrece un mapa actualizado con las viviendas de los contagiados. Frente a sus puertas se han colocado cámaras que detectan formas humanas y dan la alarma si el recluso sale de casa o se escuchan ruidos sospechosos. Otra app con acceso a los registros del Ministerio de Transporte permite que cada usuario consulte si ha compartido autobús o avión con un contagiado.

febril / El Gobierno hubo de satisfacer durante décadas su obsesión por el control y la seguridad con métodos pedestres, pero el desarrollo tecnológico ha disparado su sofisticación. No tranquilizan sus etéreas leyes sobre protección de datos ni su escaso tacto con cualquier elemento que perciba como hostil. China no camina sola hacia el Gran hermano pero ningún Gobierno muestra esa atención entomológica ni la febril acumulación de datos.

Nunca han debatido los chinos los límites entre la seguridad y la privacidad. Son formas diferentes de entender al individuo y la sociedad, al progreso y el poder. Es seguro que la alianza quedará fortalecida tras compartir trinchera contra el coronavirus.