En 1913, Igor Stravinski revolucionaba París con su concepto avant garde de la música y la danza. EEUU descubría el arte moderno gracias al Armory Show celebrado en Nueva York. Pero en lo que hoy es el corazón de Manhattan (entonces el centro de nada en una ciudad todavía desarrollada más al sur) abría sus puertas una revolución de ingeniería que hoy celebra su centenario confirmada como mucho más: un icono duradero y destacado de una ciudad plagada de ellos. Es Grand Central Terminal, el lugar que Constantin Brancusi describió como "una de las más bellas expresiones de la arquitectura moderna"; un espacio público que invita, como escribió Ben Cheever, "como la mansión de una persona rica con las puertas de par en par".

"Es mucho más que un núcleo de transporte. Fue un símbolo de la llegada de Nueva York al escenario mundial", cuenta Sam Roberts, especialista en asuntos urbanos de The New York Times . Con motivo del centenario, Roberts ha publicado un libro que, junto a otro editado por el historiador Anthony Robins y el Museo del Tránsito, ofrece una mirada profunda y definitiva sobre la historia, la importancia y los secretos de la terminal (la denominación popular de Grand Central Station en realidad solo corresponde a la parada del metro y a la oficina de correos).

POR ACCIDENTE Grand Central nació, y no figuradamente, por accidente. En ese principio del siglo XX, cuando empezaba a alumbrarse la gran ciudad de Nueva York con la unión de Manhattan y Brooklyn y el metro, los rascacielos y los puentes sobre el East River, los trenes funcionaban aún con carbón. Y en 1902, el humo y el vapor de las máquinas provocaron un choque entre uno parado y otro que llegaba a lo que entonces se llamaba solo Grand Central. Murieron en el acto 15 personas.

Ahí entró en juego William Wilgus, un ingeniero formado en un curso por correspondencia y que había ido escalando desde abajo puestos en una compañía ferroviaria hasta ser su ingeniero jefe. El tuvo la idea: demoler el viejo Grand Central, solventar el caos de las vías que entonces se extendían en Park Avenue desde la calle 42 hasta la 56 y sustituirlo todo por un gran edificio multiusos que podía convertirse en "una mina de oro" y un sistema de vías a dos niveles (uno para llegadas y otro para salidas) conectados por corredores que dan luz y ventilación. La verdadera revolución de Wilgus, no obstante, fue otra: propuso electrificar los trenes, evitando los problemas de humo, vapor, incendios y visión ofuscada.

Arropado por la pasión por la electricidad de una familia clave en la historia de Nueva York, los Vanderbilt, Wilgus logró convencer de su idea. Y empezó un proyecto mastodóntico cuya construcción se prolongaría durante 10 años y que dispararía su coste hasta lo que hoy serían unos 1.500 millones de euros, la mitad de ellos empleados solo para la terminal.

Dos estudios de arquitectos diseñaron el edificio que, como dice Roberts, "acabó cambiando el centro comercial de la ciudad". Se acometió el que hasta entonces había sido el mayor proyecto de demolición de Nueva York. Y, al más puro estilo estadounidense, las obras se realizaron bajo la presión de la competencia. La compañía ferroviaria de Pensilvania se había decidido finalmente también a llegar hasta Manhattan, y Grand Central avanzó compitiendo con la construcción de Penn Station. Eran, en palabras de Roberts, "como Coca-Cola y Pepsi" (y con la demolición de Penn en 1963 queda claro cuál es cuál).

De la isla de Manhattan se arrancaron 2,4 millones de metros cúbicos de tierra y roca hasta una profundidad media de casi 14 metros. 118.000 toneladas de acero crearon la superestructura y 53 kilómetros de vías. En los momentos pico de la construcción se emplearon hasta 10.000 trabajadores. Y todo ello creó la maravilla que en el primer día después de la apertura oficial de puertas, el 2 de febrero de 1913, visitaron 150.000 curiosos neoyorquinos. Actualmente transitan por ella 750.000 personas cada día, 10.000 de ellas solo para comer.

De la mente de Wilgus y con Grand Central nació también en Nueva York otro concepto clave en una ciudad de codiciados metros cuadrados: el comercio con los llamados "derechos del aire", la explotación inmobiliaria del espacio sobre un edificio. Esa explotación estuvo a punto de costar la vida a la terminal en los años 50, cuando se propuso reemplazarla con un rascacielos de 50 pisos. La demolición la evitó una intensa campaña de protesta pública --que contó con la cooperación de Jacqueline Kennedy Onassis--. Y en 1967 Grand Central logró la protección como espacio histórico.