Como sabuesos al servicio de un despacho de detectives; tal vez de una agencia de espionaje. Eran militantes de Greenpeace pero recorrían las calles de Tokio haciéndose pasar por otros, husmeando, buscando pistas. Consiguieron informantes, rastrearon la mercancía, tantearon el mercado para anticipar la entrega. Vigilaron la bodega --siempre hay una bodega-- y al final interceptaron el paquete. Uno de los paquetes. Adentro, bingo, hallaron la prueba del delito: 23,5 kilos de carne de ballena de primera calidad. Cerca de 2.000 euros en el mercado negro. Trasladaron el paquete a la Fiscalía japonesa y allí pusieron la denuncia: esa carne, dijeron, pertenece a las ballenas que Japón dice cazar con propósitos científicos.

Se trata del último episodio de la guerra de las ballenas, esa refriega ecológica que se desata todos los años cuando la flota ballenera japonesa se hace a la mar para cazar cientos de ejemplares y ponerlos al servicio de la ciencia. O eso dicen. Los ecologistas, escépticos, también se hacen a la mar, y de diciembre a marzo acosan a la flota en busca de pruebas que sustenten sus denuncias. Acusan a Japón de matar ejemplares amenazados para comerlos; la carne de ballena se vende a precio de manjar. Greenpeace ha descubierto que la tripulación de la flota ofrece el alimento en el mercado negro no bien los barcos vuelven de faenar. La oenegé asegura que no es cosa de un par de ladrones audaces.