TLto bueno de la gripe es que de pronto te mudas al cuerpo de otro, como si tal cosa. Has pasado el día malamente pero confías en que la vuelta a casa, al brasero y la aspirina te pongan bueno. Pero no. Por la tarde ya has empezado a notar los primeros síntomas. Oyes tu voz desde lejos, con un eco apagado que quita importancia a cualquier cosa que digas. Te escuchas con un rumor de olas que brota de tu pecho, convertido en un acantilado lleno de simas. La moqueta de la oficina se vuelve blanda, a punto de engullirte. De hecho es lo que estás deseando, dejarte caer, resbalar y volver al mundo líquido y calentito del que no debieras haber salido nunca.

Lo peor es no reconocer tu geografía. Te duele todo ¿Pero qué es todo? Un pinchazo ilocalizable en el pecho, una sensación de opresión, espigas en la garganta, la tráquea como una espada, la nariz empeñada en dejar de respirar. Eso no es tu cuerpo, sino el de otra persona. A estas alturas ya sueles estar tumbado, lo que era antes la cabeza a punto de convertirse en una olla exprés en la que se cuecen mentas y eucaliptos a fuego lento. Te miras desde lejos, con el pijama de franela, el vaso de agua y el pañuelo de papel. Y ese alguien que no eres tú, desde dentro de lo que era antes tu cuerpo, filosofa sobre la fragilidad humana. Pero, después de tres días exudando trascendencias, justo cuando estás a punto de alcanzar la transfiguración, llega la realidad y te pone bueno. Tus miembros vuelven a ser tuyos, tu cabeza razona y estás dispuesto de nuevo para el trabajo fuera del líquido amniótico. No me extraña que salgamos siempre de la gripe con los ojos llorosos.