Quienes nos dedicamos a las palabras deberíamos ser un poco más exigentes. No solo hablo de profesores de lengua española u otras lenguas, sino también de periodistas, políticos, actores, escritores... o sea, todos aquellos que se dirigen a un público que cree que lo que escucha es norma o hace norma de todo lo que escucha. Es difícil hablar bien, cada vez más difícil, sobre todo porque quien lo intenta suele pasar por pedante. Lo fácil es dejarse llevar sin quebrarse mucho la cabeza. Por ejemplo: la de intervocálica no existe. Colgao, flipao, mas matao. Pronunciarla suena casi peor que Bilbado. También es fácil reducir el vocabulario hasta dejarlo desnudo: haber, tener, decir. Con estos tres verbos se construye el mundo. Para qué usar sinónimos o la enorme riqueza de matices de los verba dicendi: bisbisear, musitar, susurrar, gritar... Para qué si con el verbo decir todos lo entienden. A fuerza de irse plegando a esta comodidad lingüística, seguimos las modas, sin plantearnos siquiera si son correctas. Delante suyo o suya con distinción de género, he caído el lápiz, el famoso lo que es, lo que viene siendo. O la reverencia absoluta al inglés, aunque sea mal traducido. Así, poco a poco, para no parecer pedantes, dejamos de utilizar bien nuestra lengua, o lo que es peor, usamos solo porciones de nuestro idioma. Y el resto de palabras, esas que nombraban o calificaban de forma exacta, van perdiéndose, olvidándose por falta de uso, pero sobre todo por falta de sentido común, el nuestro, el de todos los que deberíamos esforzarnos por transmitir el mismo legado que otros cuidaron para que pudiéramos entendernos.