TPtor debajo de mi ventana ha pasado el Flautista de Hamelin en dirección al Womad. Tocaba una canción alegre y dulce, de esas que llenan de melancolía hasta el último rincón de los insomnios. Lejos de mí el pretender interrumpirle, pero me sorprendió que no le siguiera ese tropel de ratones hipnotizados del que siempre hablan en los cuentos. Amigo flautista, ¿extraviaste los ratones? Mira que Cáceres queda a la vuelta de la esquina y te quedarás sin recompensa. Qué fui a decirle. Detuvo el paso, me encaró en corto y me dijo: esa es una infamia, ignorante amigo, que han levantado contra los músicos la gente que carece por completo de sensibilidad para la música. Jamás música alguna fue concebida para hacer daño a un ser vivo, ni tan siquiera a unos ratones. Si ha de tener algún objetivo la música, que lo dudo, ese es emocionar, hermanar, hacer reír, llorar, hacer bailar, pero el sufrimiento es extraño a la música. Nada más obsceno que esas bandas municipales que ponen acordes a la muerte de un toro. Nada menos espiritual que esas religiones que tienen a la música como un invento del diablo. Si me dirijo a Cáceres es precisamente porque durante el Womad la ciudad se agiganta al servirse de la música para mezclar razas, gentes, generaciones. Lo que no logra la política, lo que no consigue el fútbol ni la literatura, lo hace un puñado de bandas tocando sobre piedras milenarias. Y, dicho esto, el flautista cerró el pico y se fue con su música y su melancolía. Pero aún desde el final de la calle me pareció escuchar un pedazo de su canción: si en medio de tanta crisis, en medio de tanta desesperanza, el hombre encuentra alguna vez un clavo al que agarrarse, ese será la música. Lo demás son mentiras y pertenecen a las páginas salmón de los periódicos.