La gente y los coches han vuelto a tomar las calles. Se acabó la relajada seguridad a la hora de buscar aparcamiento. Estamos todos aquí y volvemos a dar vueltas y más vueltas hasta encontrar un hueco. Este es el único inconveniente que le veo a la llegada de septiembre. Para quienes hemos pasado el desierto de agosto, aclimatados hace ya tiempo a la dinámica del trabajo, es agradable ver el regreso de parientes y amigos. Muchas personas están pesarosas y algunas (muy pocas) vuelven deseosas de retomar el trabajo, los que pasada la primera semana ya no aguantan más, se aburren y añoran el despacho o la mesa en la oficina. Son los que llevan el ordenador a todas partes, no porque les guste navegar o entrar en las redes sociales, sino porque necesitan abrir el correo. De no hacerlo la desazón se apodera de ellos, se sienten aislados, piensan que el mundo, su mundo, va a descubrir lo que tratan de ocultar con ahínco: que son sustituibles, prescindibles. Es pavor lo que les entra y necesitan abrir el correo y se inquietan si no los reciben, si piensan que nadie los necesita, que las cosas siguen funcionando mientras están lejos.

Las hay, existen personas de este tipo, pero la mayoría preferimos que nos dejen en paz durante las vacaciones, no sentimos la necesidad de hacernos notar ni de que nos escriban. A los primeros no tengo nada que decirles en este momento tras el regreso, pero a los otros, con la experiencia que me proporciona llevarles un mes de adelanto, les animo a superar los primeros momentos, luego, sin darnos cuenta, nos instalamos en la rutina. Ya sólo es cuestión de seguir dando pedales.

Sirvan estas líneas para daros un pequeño empujón, como a los ciclistas que suben un puerto. Un esfuerzo para coronarlo. Enseguida la bajada con el viento de frente.

Me gusta veros de nuevo.