TLto que empezó siendo un juego se ha convertido en una rutina más. Primero se apalea al mendigo o se le quema, según gustos, o se humilla al más débil de la clase o se organiza una trifulca con chicas de otro instituto o se patea a un gato, qué más da. Se graba la agresión en el móvil y luego, lo más guay, tío, se difunde entre los colegas.

Peleas ha habido siempre. Hagan memoria de sus tiempos jóvenes. Y matones y acosadores varios. Pero nunca tantos, y con tanta impunidad. Han aprendido que lo que no sale en la pantalla no existe y que ser famoso es solo cuestión de oportunidad, así que con los móviles de última generación intentan conseguir sus minutos de gloria.

Creo a los padres de los violentos. En su mayoría no los han educado así, nadie educa conscientemente para la maldad. Creo en las lágrimas de los padres de las víctimas. Y también en la impotencia de los profesores que se ven solos en las aulas, sin ningún recurso para responder a la agresión.

Qué ven, qué escuchan, a qué juegan nuestros hijos. Algo debe fallar en lo que les transmitimos, en lo que aprenden de la tele, en lo que significa triunfar, cuando pegar a alguien y grabarlo para regodearse después está convirtiéndose en una rutina.

Acusar a la sociedad es un tópico viejísimo, pero vivimos en ella. Quizá la ley debería obligar a estos chicos a servir a la misma comunidad que atacan. No puede ser que la única pena sea una multa de cincuenta euros o un traslado de centro. A esos precios cualquiera puede convertirse en el superman de su pandilla. Ya lo verán. O cambiamos esto o se nos va a llenar el país de superhéroes de saldo.