TMte hubiera gustado que mi hijo fuera violinista, o violonchelista, o que tocara el oboe... Cuando acudo a un concierto de música clásica, me arrellano en la butaca, me dejo mecer por las notas y dejo que las sensaciones fluyan sin cortapisas. El pasado viernes escuchaba a la Oex y mientras Alexander da Costa, un solista mitad canadiense mitad portugués, dialogaba con su violín con la orquesta, mis frustraciones dialogaban con mi razón.

Los padres proyectamos nuestras frustraciones en nuestros hijos. Es la ley de la vida. Yo siempre he sido un tipo disperso que se ha dedicado a todo sin centrarse en nada: el baloncesto, las ferias de muestras, el teatro, los viajes organizados, la animación de discoteca, los gabinetes de prensa, la enseñanza, el arbitraje, el periodismo... Una vocación tan difusa te impide ser especialista en algo y acabas sabiendo todo de nada y nada de todo, que es la mejor manera de convertirte en columnista. Por eso me gustaría tener un hijo especialista que destacara en el saber o en el arte. Los padres somos así de irracionales y estamos así de enfermos. Como siempre me hubiera gustado ser músico o sabio ahora sueño con un hijo violinista, o ducho en lenguas muertas, o experto en ingeniería mecánica... Pero me moriré frustrado y bobo, como casi todos los padres, sin entender que mi hijo es un muchacho sano que toca el bajo en un grupo metalero y está preparándose para ser cocinero porque así es feliz, lo que debe de ser su verdadera meta, no la de curar las psicopatologías de su padre.