Antes tener un hijo era anticipo de la felicidad. Venía con un pan bajo el brazo, era la alegría de la casa, el consuelo de la vejez. Casi todas las familias eran numerosas y se consideraba un poco triste al hijo único. Ahora, sin embargo, cada vez nacen menos niños y más tarde, crece el número de los que juegan solos, y casi ninguno tiene hermanos.

En cuanto nacen, los apuntamos a mil cursos, en una carrera estresante que no conduce a ninguna meta: música, inglés, baloncesto. Mientras, las calles se quedan cada tarde más vacías, porque apenas existen ganas de jugar si se llega a las diez a casa muerto de sueño. Cambian las familias y la forma de relacionarnos, pero los niños no cambian nunca, ni sus necesidades tampoco. Hay abuelas canguro, familias monoparentales, niños llave, hermanos de distinto padre y hermanas de otros países, pero siempre hay que leer el cuento de buenas noches o inventar historias para quitar el miedo a los monstruos que viven en el interruptor de la luz.

Antes tener un hijo era un anticipo de la felicidad. Ahora, la gente te amenaza con su media sonrisa: te cambiará la vida, ya te enterarás, ya, como si criar un niño fuera ir contra natura, o comenzar una carrera de obstáculos.

Y te cambia la vida y te enteras, pero para mejor, siempre. Ya hace siglos, Protágoras nos dijo que hay una medida para todas las cosas, para las que son en cuanto que son y para las que no son en cuanto que no son. Esa medida tiene el peso exacto del nacimiento de un hijo, el tamaño justo de unos brazos que acunen. Lo demás, lo que nos parece tan urgente, seguro que puede esperar nuevos parámetros.